jueves, 22 de mayo de 2025

 

¿NARCISISMO SIN FRENO?

En 2015 Milena Busquets obtuvo un importante éxito con También esto pasará, una novela autobiográfica sobre la pérdida de la madre, que remitía fácilmente a la experiencia real del duelo por la madre de Busquets, una figura importante como fue la escritora y editora Esther Tusquets. Algunos lectores le concedieron generosamente a ese libro una profundidad sociológica (que yo no he visto) como lectura de lo que fue la gauche divine y su herencia en la siguiente generación; pero, en mi opinión, se trataba de literatura confesional tibia y yo diría que, con el tiempo, ha sido claramente superado por otros textos más o menos autobiográficos que parten de traumas y que también han tenido éxito, como La mala costumbre, de Alana S. Portero, novela de aprendizaje de una mujer trans en la que el relieve social y el desgarro emocional son mucho más potentes y, al mismo tiempo, el cuidado de la forma es más notorio.

En cualquier caso, la realidad es que la novela de Busquets funcionó comercialmente muy bien y las consecuencias de ese éxito se notan todavía, porque acaba de estrenarse la versión cinematográfica, dirigida por María Ripoll. La autora de la novela no ha participado en el guion, pero sí estuvo presente en el rodaje e incluso ha hecho algún cameo. Esa inmersión en un terreno aparentemente extraño para ella es lo que le ha llevado a escribir un nuevo libro, La dulce existencia, una aguachirle literaria que funciona como doble autobombo: de la novela y de la película. Se trata de un librillo de apenas cien páginas, que en algún momento parece atreverse con las posibilidades inquietantes de la relación triangular entre vida, literatura y cine, pero que acaba abandonando lo que podía ser esa curiosa exploración para convertirse en una simplona e insignificante crónica sobre algunas circunstancias del rodaje y los miniproblemas de la autora ante el reto de que su obra sea trasladada a la gran pantalla. Ni siquiera es posible encontrar aquí las pocas virtudes de También esto pasará; por ejemplo, el contenido intimismo postraumático de la obra, que incluía una cierta conciencia irónica de la frivolidad, acompañada de algunos logros verbales. No, aquí el trauma ya es lejano, y lo que tenemos es otra cosa muy distinta y poco trágica: regodeo en los privilegios, psicología de horóscopo y pobreza de referentes más allá del yo, a lo que habría que sumar una ostentación de capitales, sean sociales o simbólicos. Así, la autora repasa su evolución como narradora, recuerda impúdicamente cómo con También esto pasará “se desató la locura por la novela entre los editores del mundo” (p. 10), nos informa también de que ha peleado con su agente (mira, la única cosa que tenemos en común ella y yo), o nos explica sus angustiosas dudas sobre cómo se va a preservar en el cine la pureza de su novela. No faltan, tampoco, otros elementos propios de alguien que tal vez no es gauche pero seguro sí es divine: por ejemplo, la detallada amistad con Albert Serra, el Tarkovski catalán, convertido en Nuevo Genio Oficial con licencia para todos los caprichos artísticos. Y, por supuesto, tenemos, de nuevo, la mitificación de Cadaqués, quizá a la espera de que la autora sea nombrada Ciudadana Ilustre, en dura competencia con Pilar Rahola.

Pero no quiero dejarme llevar por una saña que aspire a hacerse viral, ni por el escarnio del trabajo (¿?) ajeno, delatando de paso mi innegable resentimiento de clase. Como ya he dicho en otras ocasiones, la precariedad de la crítica actual tiene pocas soluciones, pero una de ellas puede ser salir de los casos individuales y buscar unidades mayores que faciliten la comprensión de las reglas explicativas del funcionamiento literario actual. Por eso, la indigencia estética de La dulce existencia no sería quizás tan alarmante si no afectara directamente a tantos otros textos mucho más interesantes que no tienen oportunidades en la mesa de novedades, y si la crítica literaria española no hubiera claudicado para vivir en una burbuja desproblematizada, como demuestra la birriosa reseña-masaje que sobre La dulce existencia hizo Anna Caballé en Babelia, y que es un perfecto ejemplo de complicidad entre casta académica y casta literaria.

Y no acaba aquí el problema. Podríamos hablar del declive evidente de Anagrama como editorial (ni siquiera insistiré en el tema Luisgé Martín), pero hay otros elementos de análisis. El hecho de que la autora se dedique a reinvertir con descaro su capital simbólico en la nueva obra, tematizando su éxito previo, no es un fenómeno aislado, y desde luego tampoco femenino. No sé si esos libros me buscan a mí, o los busco yo, pero ya he hablado de ello en un par de ocasiones (aquí y aquí). El caso es que demasiados autores están rentabilizando el prestigio adquirido, creando así lo que podríamos bautizar como “metaliteratura clasista”, hipócritamente humilde, con la que intentan compensar su incapacidad de riesgo y su adicción a lo que algunos teóricos han llamado la extimidad, la intimidad exhibida. Como tendencia, me parece significativa y a la vez preocupante. ¿Sucederá algo parecido con Portero? Espero que no, pero habrá que estar atentos.

Estamos, en definitiva, ante una variante más de tanto relato real que abunda hoy en el panorama literario. Y es que la sobrecarga de realidad extraliteraria, de literatura true, está ahogando la creatividad en un mar de narcisismo y supuestas sinceridades, o de pobres y amarillentas verdades periodísticas. En ese sentido, no es únicamente un problema de Milena Busquets, desde luego. Pero alguien debería decirle que, si pretendía acercarse a modelos como Virginia Woolf o Annie Ernaux, se está quedando peligrosamente cerca de otro Albert: Espinosa. Por lo que a mí respecta, apenas puedo señalar algún beneficio que me haya provocado esta lectura. Bueno, sí hay uno. Tengo por fin la posibilidad de usar por primera vez en un texto escrito una bella palabra castellana en desuso que resume mi sensación como lector de La dulce existencia: alipori.






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