"Yo no he muerto en México" (novela)

sábado, 16 de enero de 2016

LA MALA PUTA

Pongámonos serios y vayamos con una lectura reciente: La mala puta. Réquiem por la literatura española, de Miguel Dalmau y Román Piña Valls, publicado por la editorial Sloper.
 
El atractivo título viene magníficamente justificado en un brevísimo prólogo: “En el verano peligroso de 1959 el poeta Carlos Barral viajó a Madrid. Una tarde se encontró a Ernest Hemingway en el hotel. Hechas las presentaciones, el novelista americano le preguntó: “¿Qué tal la mala puta?” Barral se quedó perplejo y apenas acertó a decir: “¿qué mala puta?” A lo que Hemingway respondió: “¡La literatura española!”. Aquel disparo del novelista americano dio en el blanco con medio siglo de antelación” (p. 9).
Un inicio así, hay que reconocerlo, promete insolencia e irreverencia, aunque eso comporte también sus riesgos, si no se está a la altura de las expectativas. El libro contiene, en realidad, dos ensayos publicados conjuntamente. El primero, el de Dalmau, de quien conozco bien la biografía Los Goytisolo, que he citado en más de una ocasión, parte de una historia polémica y sórdida: el veto, oscuramente motivado, a su biografía sobre Cortázar. A partir de ahí, Dalmau, que también es novelista, repasa los diferentes factores del mundo literario actual y los combina con las calas más amargas de su experiencia como escritor, para ofrecer como conclusión una imagen muy decepcionante de la situación literaria actual, carente de audacia y verdadero compromiso artístico, siempre según él. El segundo ensayo, menos atrabiliario, repasa, apoyado en varios testimonios de escritores de mediana edad, las encrucijadas profesionales y personales en las que se encuentra buena parte de la literatura española de hoy, cada vez más consciente de que “se ha acabado la fiesta” y de que ya no hay dividendos, ni simbólicos ni económicos, para todos.
Al margen del entretenido anecdotario de fracasos, puñaladas y rencores, La mala puta es un libro discutible en el mejor sentido. Creo que hoy ya no somos pocos los lectores resentidos (y puede que envidiosos, sí) que estamos esperando desde hace tiempo un sólido ajuste de cuentas con la inanidad y la estolidez del sistema literario español actual, y muy especialmente de su elite, tanto en la versión casta casposoacadémica de las momias plumíferas de los suplementos literarios más rancios, como en la versión de beatería liberal y optimista de, por ejemplo, Jordi Gracia en su panfleto contra El intelectual melancólico. El hecho de que el libro de Dalmau y Piña vaya por la tercera edición sería una prueba de esa extendida inquietud (aunque recuerdo el caso de un supuesto periodista de investigación que empezaba publicando siempre la trigésima edición de su libro).
Este libro se suma a los de otros impugnadores que recientemente han atacado con fiereza el cuento de hadas de la cultura española de la democracia, como Gregorio Morán con su El cura y los mandarines, del cual espero hablar en otra ocasión, o José Antonio Fortes, con su Intelectuales de consumo, donde el autor mantiene el durísimo cuerpo a cuerpo con Luis García Montero. A ello habría que añadir algunos blogs bastante desiguales que han tenido seguidores, como Patrulla de salvación, La Fiera literaria o Addison de Witt, que con más o menos argumentos cuestionan o directamente se burlan del Parnaso literario español y sus mercaderes. Son tentativas de corrosión antihegemónica que tratan de debilitar el pensamiento único (y débil) del canon literario español mostrando agresivamente el lado oscuro de los ganadores en la lucha literaria de las últimas décadas: clientelismos, oportunismos, miserias morales, degradaciones estéticas y políticas.
Lo que cabría preguntarse es si de todo este corpus sale, en conjunto, un discurso alternativo capaz de superar intelectualmente no sólo el ruido de la maquinaria euforizante de la industria editorial sino también el saber académico y en apariencia erudito que ha sido cómplice de la consagración de algunos y el silencio de otros. En otras palabras, si pueden aliviar la tremenda atrofia del debate crítico de la España literaria, una atrofia que es consecuencia directa de la estrategia de concentración y hegemonía empresarial, política e ideológica que hemos vivido, grosso modo, desde 1982.
El problema fundamental es la capacidad de gestión que estos textos pueden hacer o no de su motivación básica, que a menudo no es el conocimiento riguroso sino algo más simple: el resentimiento. El resentimiento puede conducir a un diagnóstico objetivo que no esté viciado de origen por la envidia; no es, desde luego, una opción fácil, pero también es cierto que sin una ración de resentimiento es imposible atreverse a ejercer este tipo de crítica o independizarse de los cantos de sirena del sistema literario.
En ese sentido, la parte a mi juicio más vulnerable de La mala puta es precisamente aquella más jugosa en términos testimoniales. El victimismo de Dalmau parece tener un porcentaje alto de justificación, pero hay una cierta dosis de ingenuidad a la hora de pensar que la literatura puede escapar a su intrínseca condición sociológica de lucha implacable por la legitimidad y el prestigio. Yo mismo he acumulado ya unos cuantos rencores justificados y los iré explicando aquí poco a poco (quizá empiece por el día en que El país me borró de una foto, como Stalin hacía con Trotski). Pero pensar en un fair play literario me parece tan naïf aquí como en el Tour de Francia.
El ataque de Dalmau a Pere Gimferrer es rotundo y tiene saña; pero quizá la motivación (que no quiso publicarle una novela que venía recomendada por Laín Entralgo) no es la más convincente. Pensar que el ambiente literario es ahora sucio y despiadado frente a unos tiempos pasados supuestamente honestos y puros va en contra de todo el repertorio de datos de que disponemos desde al menos los tiempos de la bohemia, cuando, según Bourdieu, el campo literario se vuelve autónomo y empieza a generar sus propios capitales simbólicos. Dalmau parece defender que en los tiempos de Cela o Delibes la jerarquía literaria era más objetiva y menos corrupta; sin embargo, y sin necesidad de entrar en lo más fácil, que sería meterse con Cela, la literatura española de los tiempos del mismo Barral está plagada de ganadores y damnificados, de capillas literarias y arbitrariedades críticas. Me viene a la cabeza, de manera rápida, el caso singular del sevillano Alfonso Grosso, que podría ser un buen ejemplo de outsider que rozó la gloria y se quedó trágicamente al margen, y sobre el que espero escribir con calma algún día. Y como ese caso, muchos otros, desde luego.
La clave quizá no radique únicamente en la vileza y medianía con la que actúan los poderes literarios hoy; hasta cierto punto, es fácil determinar la red de complicidades e intereses que hay, por ejemplo, en torno al grupo que ha sido hegemónico durante décadas y que hoy afortunadamente está en franca decadencia: el grupo PRISA. Esta querella (absolutamente necesaria, sin duda) nos conduce, creo yo, a la dificultad para establecer el canon alternativo y antihegemónico que pueda contestar la decadencia que muchos ven y vemos: ¿existen de verdad esas novelas audaces y valientes que constituyen la resistencia estética y que hay que luchar por sacar a la luz y defender? ¿Están en alguna parte, aunque sea una editorial de provincia? ¿Y si –hipótesis inquietante- “esto es lo que hay”? Dalmau y Piña, por ejemplo, utilizan como modelo de redención del sistema a Agustín Fernández Mallo, pero no parecen ver ninguna paradoja intrínseca en la condición “indie a la española” del autor de Nocilla Dream.
Algo parecido sucede cuando Dalmau, mucho más que Piña, que es más cauto, habla del “Poder” para encontrar la raíz de todos los males en un sujeto fantasmal e inequívocamente maligno, que además es refractario al análisis más allá de alusiones brumosas. Creo que establecer como factor hegemónico de la literatura española la existencia de una dictadura difusa y casi kafkiana no ayuda a diagnosticar el problema. Al fin y al cabo, Dalmau ha podido finalmente publicar, en Edhasa, su biografía sobre Cortázar, que confieso no haber leído aún.
El poder existe, cómo no, pero, como ocurre en “La carta robada”, de Poe, a veces lo más fácil para pasar inadvertido es exhibirse sin complejos. Por eso, cuando Dalmau recuerda la importancia simbólica del “caso Echevarría” acierta más de lo que cree. En ese lamentable caso están ciertamente sintetizados los problemas de la literatura española, pero en ese escenario el poder no tiene nada de oscuro: es transparente, democrático y legal. Se resume en un principio básico: esta es mi empresa y si no te gusta, te vas. Libertad de mercado y libertad de empresa. Las reglas fundamentales del comportamiento social en todos los órdenes en la España de hoy, incluido, por supuesto, el literario, que han llevado a la construcción de oligarquías. Tan simple como eso. Pura oligarquía capitalista, legalmente constituida y registrada, casi siempre apoyada en trabajadores serviles y sin conciencia de clase. Las cosas por su nombre.
No es de extrañar que en un panorama sometido absolutamente a las leyes de la oferta y la demanda escasee el sitio para los escritores. Suena la música, sí, pero sólo hay dos sillas para todos, y una ya está reservada para el presentador de televisión. Hay demasiada producción que la industria no va a absorber; en cierto modo, es consecuencia inevitable de la sociedad de masas y de la expansión de la cultura letrada, que ha creado miles de conciencias artísticas y una esfera pública apelotonada y no siempre dispuesta al esfuerzo. Pero ese es un tema que requiere una reflexión más extensa y ponderada, que deberá quedar para más adelante. Y cuando empiece a echar pestes de las redes sociales, lo haré por extenso.
En realidad, el libro de Dalmau y Piña es muy estimulante en todas estas cuestiones, y me gustaría volver a ellas más adelante, si este blog sobrevive. No es fácil encontrar réplicas valientes a la santurronería o directamente el servilismo predominantes y cabría esperar que ese esfuerzo tuviera alguna continuidad. Desde aquí lo intentaremos, al menos.

4 comentarios:

  1. Resentimiento, divino tesoro

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    1. Prepárese, dr. Amat: pronto se recrudecerá en este medio la guerra contra Cercas.

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  2. Muy de acuerdo en lo de A. Grosso. Para mí es un escritor que se merecía más. Envenenaba como nadie el cuadro costumbrista con la crítica social. Neobarroquismo sevillano al describir pero engancha, engullí "El capirote" y "Con flores a María" en 24 horas

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    1. En efecto, querido Pepe. Grosso fue un gran perdedor. El final de su trayectoria fue, además, bastante penoso en muchos sentidos.

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