REALIDADES
Imaginemos que una pareja joven –española o no, de la mesocracia o del
nuevo precariado, da igual- empieza a discutir porque uno de los dos descubre,
después de un largo análisis de datos y pruebas, que el otro o la otra es
inexplicablemente cicatero a la hora de poner “me gusta” en sus aportaciones en
Facebook o YouTube. Lo hace, sí, pero no tanto como debiera. “¿Y qué le cuesta
hacerlo? Sólo se trata de un clic”. La discusión sube de tono porque el problema
es objetivamente poco importante, pero al mismo tiempo es revelador de algo. A partir de ahí, la relación se
resquebraja irreversiblemente, agrietada por suspicacias interminables y
rencores acumulativos.
Es un embrión de relato, que puede ser cómico o trágico dependiendo del
grado de discusión y el nivel de vanidad. No lo voy a escribir –aviso-, pero el
motivo para no hacerlo no es, desde luego, la inverosimilitud. Creo que el
nivel de ansiedad privada por el reconocimiento en las redes sociales puede
ser, efectivamente, patológico hoy mismo. Hay una historia ahí, como en tantos
comportamientos desconcertantes, sin precedentes, incomparables, que nos ofrece
el acelerado e invasivo mundo contemporáneo, con sus novedades y zozobras.
La fascinación por la nueva cotidianidad tecnológica puede crear, como
pasó en algunos casos vanguardistas, una literatura efímera. Tal vez estemos en
una situación similar hoy. Probablemente sea en la serie CSI donde esa
ultratecnificación se hace más evidente hasta el punto de ser ella misma la
necropsia de un mundo moralmente descompuesto pero a la vez infinitamente
dinámico. La serie, desde luego, no es de mis preferidas; es argumentalmente
previsible y mecánica, pero pocos productos culturales ofrecen, globalmente,
una imagen tan abarcadora de la miríada de extravagancias que constituye el
mundo de hoy en las sociedades, digamos, avanzadas (económicamente). Los
guionistas de la serie han incorporado una admirable y riquísima casuística de
parafilias sexuales, profesiones excéntricas, rituales sociales minoritarios,
sutiles procedimientos técnicos y fetichismos culturales que en conjunto supone
un inquietante mapa de las nuevas demandas sociales. ¿Será acaso un nuevo tipo
de costumbrismo? ¿Un poscostumbrismo, pongamos, ya que parece que no podemos
vivir sin algunos prefijos?
Aunque lleva quince temporadas y ha generado dos secuelas (una de ellas,
la de Miami, mucho menos interesante en todos los sentidos), cabe esperar que
la serie pase pronto a la pérdida de audiencia y de ahí al olvido, para que
dejemos de ver tantas mesas de disección y tanta casquería. Pero, en cierto
modo, la visibilidad que una serie como esa ha otorgado a todos esos nuevos
códigos de la realidad no puede ser pasada por alto. En otro lugar reflexioné
sobre cómo los repertorios amplísimos de conductas que ofrece la ficción
televisiva proponen hoy retos para el novelista, para el lector y para el
crítico. Han pasado algunos años de ese texto y en algunos aspectos creo que la
situación ha cambiado para peor, como demuestra el penoso retorno de una serie
que tuvo su encanto como fue Expediente X y que augura además lo peor para la continuación,
seguramente infame, de Twin Peaks. Por ese motivo quizá los novelistas, que
parecen hoy algo intimidados por el creciente poder de esas series, aún tengan
más futuro de lo que parece: el abuso mercantil que produce alargamientos
lánguidos de las tramas y la incapacidad para crear un auténtico marco final
pueden propiciar la supervivencia de formas narrativas no seriales y no
susceptibles de spoilers.
Pero para ello hay que saber jugar las batallas que se pueden ganar. No
sé si la de la fantasía está ya perdida, pero estoy convencido de que hay
esperanzas en otra: la del realismo. Puede que el realismo sea sólo una
convención y que no tenga ya la ilusión ontológica con la que nació. Sin duda,
tampoco tiene el esplendor político de otros tiempos (tiempos fanáticos,
ciertamente), pero sigue siendo, cómo decirlo, un acto racional de solidaridad
histórica. Ese tipo de cosas de las que no entiende alguien como Jerry
Bruckheimer.
Encontrar la sinécdoque perfecta que de la realidad lleve a un realismo
iluminador es, desde luego, algo bastante misterioso y seguramente inalcanzable
para muchísimos aspirantes. No basta con fijarse simplemente en lo insólito,
como ocurre con mi embrión de relato. Sin embargo, tal vez el mayor problema
del realismo hoy no es ese, sino que, por decirlo en pocas palabras, resulta, en la
sociedad del ocio, mayoritariamente aburrido. Ello explicaría no sólo
el auge de algunas series televisivas, sino también, por ejemplo, la tentación
del tremendismo literario. En un mercado tan lleno de opciones no es de
extrañar que a veces se compita a base de tremendismo; seguramente Bret Easton
Ellis y su American Psycho abrieron
ese camino a principios de los noventa. Será por eso que abunda hoy lo que
Borges llamaba “las pompas de la muerte”.
Sí, el realismo aburre. Lo que quizá haya que recordar, si somos
honestos, es que la realidad del siglo XXI también es más aburrida de lo que parece,
a pesar de CSI y de YouTube. Pensemos en esa coincidencia. Explorémosla.
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