NUEVA DIALÉCTICA DEL MIEDO
Hoy en día cualquier preocupación se vuelve fácilmente multitudinaria,
por la multiplicación inmediata del discurso, y en ese sentido no faltan los ruidosos
que auguran un porvenir mundial ennegrecido por el neofascismo básicamente
xenófobo y hasta presienten la llegada de una nueva Edad Media que revierta el
camino racional moderno. Sin necesidad de ser apocalíptico y por tanto demasiado
estridente, lo cierto es que Trump, el brexit, la amenaza lepenista y la
indulgencia en España con la corrupción sistémica serían ejemplos coetáneos de
una reacción conservadora que aúna de forma terrible legitimidad democrática e
irracionalismo, poniendo contra las cuerdas y desconcertando a los diferentes
impulsores del cambio sociopolítico, que no acaban de coincidir en el programa
de acción de una hipotética agenda emancipatoria que ya no se sabe si ha de ser
global, local o glocal.
Por supuesto, lo más fácil es recurrir a la denuncia de la ignorancia
colectiva, de la insuficiencia educativa y la toxicidad de los medios
hegemónicos. Pero las viejas teorías sobre la alienación parecen no ser tan
útiles ya en la “sociedad del conocimiento”, que tantos apologetas optimistas e
interesados defienden hoy en día. Esos mismos cándidos que se entusiasmaron con
la Primavera Árabe y la función de las redes sociales en los acontecimientos,
ahora deberían replantearse hasta qué punto los albores de esa nueva sociedad
sólo están facilitando una obesidad mórbida de la cultura, en la que los
discursos complejos se fragmentan y comprimen sólo para acabar cediendo ante
viralidades que muchas veces son precisamente eso: patologías de la razón
atontada.
Del mismo modo, el debilitamiento del proyecto europeo, con evidencias
como la crisis de los refugiados, está poniendo de manifiesto la vanagloria de
una fantasía de capitalismo humanizado y redentor que supuestamente iba a
devolver a Europa la grandeza de sus mejores momentos de progreso (sus pocos
momentos, en realidad). Pero sabemos, a pesar de tanta propaganda, que nada de
eso es ni será sostenible en un mundo de competencia brutal e interminable, y
en ese sentido tampoco debe extrañar que la ciudadanía adopte ciertas actitudes
de resistencia que a algunos (pongamos de izquierdas) nos parecen irracionales
y egoístas, pero que responden al miedo comprensible a una globalización
amenazante en la que la opulencia prometida no llega y en la que algunos hacen
concesiones y sacrificios pero otros no. Sí, la insolidaridad de los nuevos
tiempos es penosa, pero la agotadora carrera de la competencia capitalista
también lo es, y no parece que todo el mundo esté igual de ilusionado ante la
incertidumbre de un mundo futuro basado en dogmas cada vez más opresivos, como
el maldito culto a la "innovación" -o a la "calidad"-, que ofrecerá progreso (en según qué
aspectos), pero a costa de un cansancio infinito.
En este caso, el miedo no es excusa, pero sí es causa. Algunos políticos
saben manejar y aprovechar ese miedo, y nada más fácil para ello que carecer de
categorías solidarias útiles, como lo fue (y debería seguirlo siendo) la de
clase trabajadora, en la que nadie parece querer reconocerse ya. Así nos va.
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