CONTRACULTURA Y DESENCANTO
(Éste es el prólogo que escribí para el libro, recién publicado por Libros en su tinta ediciones, de Víctor Mercado, Contracultura y desencanto. El hippie, el yuppie y el serial killer para una construcción de la identidad cultural posmoderna. Más información sobre el libro aquí: https://www.facebook.com/Libros-En-su-tinta-Ediciones-224380637757387/ .)
¿Qué ha quedado de la
contracultura? ¿Cómo entender la contracultura hoy: desde la arqueología, desde
el rescate, desde la nostalgia, desde la resistencia? ¿Cabe recurrir a ella en
tiempos de sarro cultural y logorrea tecnológica? ¿Hay que restaurar el
bastión, aunque sea para orientarnos en el mapa?
Nunca hemos tenido tanto
acceso a la cultura y tantas posibilidades textuales, y, sin embargo, quizá nunca
como ahora hay que insistir en la metáfora de los árboles y el bosque. Es
verdad que muchos experimentos del siglo XX parecen ya lejanísimos. No nos
engañemos: nadie habla hoy de Herbert Marcuse, y menos aún de Guy Debord.
Cualitativamente, quiero decir: seguro que mucha gente, a todas horas, en la galaxia
de discursos de hoy, habla de ellos, pero como se habla de cualquiera con
nombre y apellidos en la sociedad del narcisismo y la cornucopia textual; nada
que ver con una posición de vanguardia. Su jerarquía se ha debilitado y una
epidemia de obsolescencia los ha hundido, sometiéndolos, como a tantos otros, al
sello industrial de la caducidad y postergándolos para garantizar que no se
siga su ejemplo. El antiautoritarismo sesentayochista, por su parte, parece
haber encontrado un hueco cómodo y dócil en la pedagogía y en general en la
batalla educativa. Los asesinos en serie generados por la nueva sociedad
posmoderna han tenido más suerte: la huella de Charles Manson fecunda en
cientos de asesinos literarios y audiovisuales que son el fermento de un
estupendo negocio en la sociedad del ocio.
¿Es el momento de volver
a esos filósofos, de revitalizarlos para que compensen en alguna medida tanta
liquidez o tanta gelatina como la que inunda del mundo actual? Víctor Mercado, en Contracultura y desencanto,
lo intenta y lo consigue. Pero en realidad se remonta mucho más, hasta Schiller,
por lo menos, para encontrar lo que podríamos considerar, con una dosis aceptable
de ingenuidad, un ideal: sensibilizar la razón, racionalizar la sensibilidad.
Ese ideal es el punto de partida del itinerario intelectual –pero también
político, no lo olvidemos- que lleva a cabo en este libro. Un itinerario que
nos conduce finalmente a las encrucijadas del presente, con sus síntomas
inquietantes: la crisis tal vez definitiva del humanismo tradicional, las
nuevas formas de barbarización masiva, los ultrasofisticados mecanismos
actuales del poder.
Su trabajo, en la buena tradición del ensayo
como género, tantea y es consciente de la provisionalidad de las ideas, pero
logra un camino bien trazado sobre un tema, la contracultura, poco desarrollado
en España (quizás haya sido por falta de rival). El autor despliega un
repertorio amplio de referencias y las conecta para introducirnos en una
problematicidad radical y a la vez oportuna: ¿hacia dónde puede o debe ir la
cultura occidental, después de tantas oscilaciones? Y para que el resultado no
abuse del utillaje conceptual y la parafernalia verbal, nos documenta el
proceso con interesantes ejemplos literarios y artísticos: del Accionismo Vienés
a Houellebecq, pasando por dos calas literarias significativas que ya es tiempo
de releer de otra manera: American Psycho,
de Bret Easton Ellis, e Historias del
Kronen, de José Ángel Mañas. Dos obras que a finales del siglo XX agitaron
sus respectivos mercados literarios con intentos de estetización de la nueva
violencia del mundo posmoderno, con su imaginario de snuff movies y culto yuppie
al dinero. Puede que en ambos casos el valor estético fuera magnificado y
distorsionado por la eficacia mercantil, pero no cabe duda de que, de algún
modo, los dos textos respondieron alguna pregunta que había en el horizonte de
los lectores. Y creo que tanto la pregunta como la respuesta están bien
expuestas en estas páginas que siguen.
Aquellos años finales del
siglo XX iniciaron, según Francis Fukuyama, el Fin de la Historia, y puede que
tuviera razón, al menos como cambio de paradigma. Pero, por ejemplo, las snuff
movies –signo-pesadilla de una época- no han sido el final del horror, sino
sólo una etapa más, ahora continuada, entre otros indicios, por la aparición de
una nueva escala de terrorismo. Mientras tanto, la tecnocracia neoliberal sigue
extendiéndose y colonizando todos los aspectos de la vida: su control
progresivo de la cultura ha sido eficiente y astuto, gracias entre otras cosas
al desprestigio del marxismo como herramienta de análisis, que nos ha dejado
inermes en buena medida ante las estrategias codiciosas de tanto sedicente
intelectual de hoy (sobre todo en países como España). Para colmo, el humanismo
tradicional ha caído en la trampa de su propia costumbre autocrítica, y,
acomplejado, malvive en el wikimundo, aplastado entre una miríada de formas de
erudición pintoresca. Los melancólicos defensores del Templo de la Cultura ven
con asombro que su elitismo ya no es un signo de distinción, y todo un conjunto
de advenedizos entusiastas creen que las nuevas tecnologías les permitirán
acceder al poder y humillar a esa aristocracia volviéndola mesocracia. La
universidad, el arte, la filosofía, la propia idea de crítica, están siendo
acosadas y arrinconadas por la cultura del ocio, y la democracia acabará
convirtiéndose a este paso en demoscopia. Y eso no es todo: el hostigamiento
hacia los bienes públicos y compartidos impone cada vez más el marco cognitivo
del individualismo y el culto a la privatización y la competitividad.
En cambio, los liberales
sonríen y disfrutan: la mercadotecnia es para ellos la solución posnihilista a
todos los problemas. Un producto cultural es bueno si se convierte en masivo;
ergo, si es masivo será automáticamente bueno. Así nos va; tenemos millones de
opinantes, expertos y artistas en potencia o en acto. El ciudadano de la
democracia se cree culto y opina de todo, y la oferta cultural se expande sin
aparente límite. Podría ser la realización de una utopía, y sin embargo sabemos
que no lo es.
El humanismo fracasó, hay
que admitirlo, y los sueños contraculturales de la razón también han producido
monstruos. Pero ese diagnóstico, en sí mismo, contiene alguna semilla. La
legitimidad de la crítica se mantiene indemne, sobre todo frente a los
múltiples signos de simpleza y papanatismo que nos rodean a todas horas. Leer,
discutir, respetar la complejidad del pensamiento y de cualquier solución: esa
es la receta. Víctor Mercado cumple con el protocolo. La cultura sigue, y
la lucha sigue.
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