lunes, 24 de marzo de 2025

 EL PARQUE TEMÁTICO DE LA GUERRA

        
    El novelista Isaac Rosa ya intentó avanzar en la autocrítica sobre el tema cuando publicó hace años ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! Pero no parece que hayamos llegado todavía al límite de la saturación, a tenor del éxito de dos obras recientes que vuelven, con propuestas muy diferentes, a abordar el trauma de la guerra. Es cierto que el declive del tema parecía evidente con obras tan lamentables como El monarca de las sombras, de Javier Cercas, o Línea de fuego, de Arturo Pérez-Reverte, lisérgicamente catalogada como "Ilíada del siglo XX" (en aquel bochornoso premio de la Crítica con el que trataron de darle por fin al padre de Alatriste sus laureles canónicos). Pero el montaje teatral de Andrés Lima, 1936, y la novela de David Uclés La península de las casas vacías confirman que la mina no se ha agotado y sigue dando producto. Es decir, tenemos la triste paradoja de que los cadáveres continúan en las cuentas y los nichos de mercado se mantienen abiertos. Que vayan preparándose, por ejemplo, los argentinos, que van por el mismo camino de agotamiento literario (y cinematográfico) con los traumas históricos.
    Algunos piensan que basta con insistir en la memoria y que esa es la solución frente a las amenazas. La falta de conciencia histórica, sobre todo en los jóvenes, es, desde luego, inquietante, pero en su génesis entran muchos factores en los que no puedo detenerme aquí: los errores del sistema educativo actual, el hiperindividualismo narcisista y presentista de la sociedad de consumo, la bajeza alienante de los medios de comunicación, la escasez de modelos éticos vigentes y, en general, la tendencia anitiintelectual dominante, nefasto corolario de una democracia orientada según los intereses de unos pocos. Por eso quizá haya que replantear la batalla cultural; pero, antes de nada, habrá que pensar bien la estrategia. Pablo Iglesias, por ejemplo, se equivoca cuando cree que hay que insistir en la batalla en X: no se da cuenta de lo tristemente similares que son, sobre todo en el estilo y las groserías, los trolls de Podemos y los de Vox. Recordemos también que Trump o Milei ganan porque saben aprovechar bien las debilidades y la falta de autocrítica de sus adversarios. Los que se indignan por el triunfo de Trump tal vez deberían pensar que cada vez que un guapo y millonario de Hollywood presume de demócrata hay mil rednecks que sueñan con ponerse la cabeza de bisonte. O que a Milei le hicieron la campaña los propios peronistas, sin darse cuenta del monstruo que subestimaban y alimentaban. Y en España, a ver cuándo algunos catalanistas asumen que buena parte del auge de Vox es culpa de Puigdemont y sus provocaciones hispanófobas y sediciosas.
    En nuestro contexto de ramalazos franquistas peligrosamente ignorantes y desacomplejados —no hay duda de eso—, Andrés Lima (director y también autor del texto, junto a pesos pesados como Juan Mayorga, Juan Cavestany y Albert Boronat) ha optado en 1936 por un espectáculo militante y educativo, basado en la convicción de que para luchar contra el oscurantismo neofascista hay que evitar que la memoria se parezca cada vez más al olvido. En cambio, David Uclés ha renunciado con toda la tranquilidad a la lucha cultural: ha optado por tomar distancia y desautomatizar o extrañar nuestra percepción de la guerra a base, sobre todo, de realismo mágico, es decir, de introducir alteraciones en la realidad novelesca arraigadas en tradiciones y folclorismos. Pero las dos propuestas comparten ambición (y fracaso, lo adelanto). Ante todo, por la extensión innecesaria: cuatro horas de montaje en teatro y setecientas páginas en la novela. Como era de esperar, muchos temas y tópicos se repiten, porque hay similar intención enciclopédica y engañosamente totalizadora para cubrir los tres años de guerra con la mayor cantidad posible de información y episodios. En ambas tenemos a Franco o George Orwell de personajes, por ejemplo. Las dos comparten igualmente abundantes citas textuales, desde Paul Preston a las canalladas de Queipo de Llano. Pero Lima, al menos, cree en la posibilidad de la redención ideológica, y por eso seguramente los paleocomunistas toscos que quedan, como Willy Toledo (uno de sus actores) o Juana Dolores, estarán encantados con el nuevo brigadismo: Uclés, en cambio, parece que quiere ya ocupar su sitio en el star-system de jóvenes y risueñas promesas literarias, junto a los omnipresentes Irene Vallejo o Sergio del Molino.
    El caso es que 1936 empieza bien, con una inesperada coreografía olímpica que remite a ese año crucial de la historia europea. Como en sus anteriores montajes, Shock 1 y 2, se trata de un espectáculo a cuatro bandas, con grandes pantallas de vídeo para el apoyo documental. Teniendo en cuenta que las provocaciones de Angélica Liddell son cada vez más tediosas e inocentes, y que la sobreproducción está llevando a que dramaturgos como Pablo Messiez o Rodrigo García caigan también a veces en obras inorgánicas y poco consistentes, la idea de Lima de un teatro abiertamente político y combativo podría tener su interés. Y algo más tenía en Shock, ciertamente. En cambio, ahora el dramaturgo y su equipo se han cegado ante la idea de que a la superioridad moral le corresponde necesariamente la superioridad estética; un error clásico de la izquierda artística durante el siglo XX. Porque 1936 es, ante todo, una lección de historia y su elemento didáctico es, francamente, cansino, sobre todo para los que ya aprobamos la Selectividad hace mucho; es un didactismo similar al que casi estropea una buena obra como Los surcos del azar, el cómic de Paco Roca, por ejemplo, pero con mucha más monotonía en el caso de la obra teatral. Hay momentos, sí, en los que la fuerza dramática se impone al sermón político, como en la audacia de poner sobre el escenario la batalla del Ebro (que, por supuesto, también tiene su capítulo en la novela de Uclés). Pero, más allá de esos momentos creativos, el resultado es previsible y no sé a qué espectador que no llegue convencido podrá convencer. Los viejos ya sabemos la historia y no necesitamos que nos la repitan; los jóvenes que acudan (yo vi pocos), difícilmente sabrán conectar ese pasado con este presente confuso y acelerado. Yo diría que para eso necesitamos obras que penetren más agudamente en la continuidad histórica: lo que hizo mi admirado Manuel Vázquez Montalbán en esa estupenda y olvidada novela que es El pianista. En ese sentido, da la impresión de que todo el esfuerzo militante de 1936 solo sirve para levantar la moral de cierto público de izquierda, el mismo que se emocionó con Soldados de SalaminaLa voz dormida o Los girasoles ciegos y que necesita de vez en cuando un chute de demonización política para reafirmarse en sus convicciones. Por eso mismo, algo me dice que el próximo proyecto de Lima continuará con los tópicos políticos de amplio consumo y será, por ejemplo, una obra sobre el 23-F, otro de los yacimientos que todavía parecen rentables y que aseguran público.


    Dudo que ese mismo público, lector también de Almudena Grandes, por ejemplo, sea el mismo que ha consumido gozosamente la novela de Uclés. A más de uno de ellos le parecerán frívolos el abstencionismo ideológico de la novela y el esfuerzo de Uclés de incluir humor en un tema tan trágico. No es del todo cierto que Uclés sea equidistante acerca de los dos bandos, pero es obvio que está muy lejos de la posición de Lima. Aun así, yo no quiero tampoco caer en el fácil comisariado político. Hay que reconocer que Uclés ha arriesgado un poco y ha ofrecido algo relativamente nuevo, desde luego mucho mejor que el intento de Pérez-Reverte. Podría incluso decirse que su búsqueda de un registro incómodo para hablar del tema es comparable a lo que hizo Roberto Benigni con el nazismo en La vida es bella

    No se puede negar, además, que en su novela hay aliento narrativo, capacidad y solvencia fabuladora. El problema, claro, es que la imaginación se vuelve pronto juguetería rutinaria y a las cien páginas se acaban las sorpresas. La huella de García Márquez es clarísima: el espacio imaginario en el que transcurre la novela es Jándula, trasunto de Quesada, el pueblo jienense de los antepasados de David Uclés. España tampoco es España, sino Iberia, incluyendo caprichosamente Portugal en el mismo sujeto geopolítico. Los Buendía son aquí los bisabuelos del autor, los Ardolento o Adrolento; a partir de ahí, tenemos mapa, árbol genealógico, fenómenos sobrenaturales naturalizados y más de un milagro. Hay lágrimas de colores diferentes, volcanes que surgen de la nada y dividen la península, acelgas que crecen presagiando guerra y todo tipo de reacciones fisiológicas increíbles que los personajes aceptan y el narrador explica con naturalidad aprendida de Cien años de soledad

    Para distinguirse un poco del modelo del colombiano, Uclés ha buscado una composición diferente, con una estructura variada, que incluye asimismo abundantes capítulos sólo formados por citas literarias o políticas y además algunos experimentos ingeniosos, como cuando intenta explicar las batallas de la guerra a partir de jugadas de ajedrez, o cuando imagina, con cierta gracia, una sátira del Congreso de Intelectuales Antifascistas. El resultado es, por supuesto, entretenido para determinado tipo de público que quiere una nueva experiencia de la Guerra Civil, a modo de una exposición inmersiva.

    En realidad, Uclés ha intentado una novela histórica antirrealista y desmitificadora, algo que en España escasea pero que en América Latina lleva bastantes décadas de práctica, y en la que se juega con la parodia, la intertextualidad, el anacronismo deliberado o la metaficción. De paso, también ha mezclado la técnica de García Márquez con una tradición más española: el Berlanga de La vaquilla y sobre todo José Luis Cuerda, que no por casualidad es homenajeado en la obra. Otro truco es el juego con la figura del narrador, que es el propio autor convertido sin disimulo alguno en personaje y que, en plan unamuniano, opina sobre la ficción que está narrando, habla con los personajes, manipula el texto y nos recuerda de manera constante que estamos leyendo una novela (o una nivola). Por supuesto, eso no impedirá que, con toda seguridad, la novela sea adaptada en unos años por Netflix o HBO.

    Así, la lectura se vuelve amena y facilona, con su arsenal de efectos literarios y su orgullosa artificiosidad; el problema es que el autor quiere acercarse a otro modelo como El tambor de hojalata y, en cambio, a veces estamos más cerca de un videojuego o de un episodio de El Ministerio del Tiempo. Porque hay elementos que, dentro del esquema general, funcionan bastante mal: los diálogos, con su costumbrismo paródico, son francamente cargantes (recuérdese que García Márquez recurre poco al diálogo, e hizo muy bien) y contribuyen a que la novela tenga un carácter deshumanizado que la vuelve hueca. Entiendo que el novelista no haya querido ser sentimental para no caer en la tradición de tantas y tantas novelas sobre el sufrimiento provocado por la guerra, pero setecientas páginas de artificio hueco son demasiadas. 

    Y aún hay un peligro mayor: que esta novela quede como una especie de síntesis final de la literatura sobre la Guerra Civil. Y lo digo ante todo en términos dialécticos, por el sentido moral o ideológico del proyecto: una falsa reconciliación con el pasado, convertido ya en objeto arqueológico para un museo virtual que visitar en días de asueto. Pero también es un problema básicamente literario. En ese punto es en el que la comparación con Cien años de soledad es iluminadora. La novela de García Márquez era, ante todo, necesaria para la autoconciencia latinoamericana; respondía a unas preguntas largamente pensadas, suponía el encuentro del lector con su secular circunstancia histórica. La novela de Uclés es otro tipo de respuesta; la respuesta para un nuevo tipo de lector de los tiempos que corren y que, en realidad, parece poco preocupado por problematizar el presente buscando raíces y causas. Un lector que busca distancia porque ya no se siente interpelado políticamente por los dilemas del siglo XX. Un lector que busca una especie de paz literaria.

    Lo peor de todo es que, para que esta novela no suponga la clausura oficiosa del tema, tendremos que aguantar otra nueva tentativa, porque alguien saldrá pronto para dar una solución distinta. O sea que seguiremos discutiendo sobre el tema. Y, mientras tanto, nadie lee al bueno de Vázquez Montalbán. O a tantos otros. Obras que, por cierto, también pertenecen a nuestra memoria, aunque ya no estén en las mesas de novedades. Recordémoslo antes de dejarnos impresionar tan fácilmente.



viernes, 14 de febrero de 2025

 

LA TIERRA NO ES PLANA, ES VOLCÁNICA

Y Mónica Ojeda fichó por Random House; nada sorprendente en esta nueva fase oligopólica que vivimos. Habrá que ver si la escritora se somete, como tantos y tantas, al ritmo de sobreproducción que está dañando gravemente la literatura actual (salvo a César Aira, que va a ganar a todos por agotamiento). En cualquier caso, hay que agradecer que Ojeda no se repita, de momento: la gótica y juvenil anglofilia de Mandíbula ha dado paso a algo más nativista y andino, y seguramente más maduro desde un punto de vista ideológico. Chamanes eléctricos en la fiesta del sol tiene un título campanudo, desde luego, y eficaz desde el punto de vista mercadotécnico. Pero al menos confirma la capacidad imaginativa de la escritora, muy superior a la de tantos novelistas de hoy que sólo saben recurrir a la memoria. 



La novela parte del contraste entre dos violencias reales y comprobables: la violencia humana de un país, Ecuador, en descomposición sobre todo por la corrupción y el narcotráfico, y la violencia natural de un volcán, el Chimborazo, que es la fuerza esencial de la novela, en la vieja tradición telúrica. Un grupo de jóvenes que huye de esa primera violencia cree encontrar un refugio en un festival musical, bien suministrado de drogas y folclorismos, en la cercanía del volcán. A partir de esa premisa neohippie, uno se teme que resurja el espíritu de Carlos Castaneda, porque los chicos pasan su tiempo entre místicas lisérgicas y arrobos musicales tan ingenuos como previsibles, y son narradores, en los capítulos impares, de su experiencia, en una polifonía bastante monótona. Pero una de las jóvenes, Noa, tiene otro objetivo en su viaje místico: reencontrarse con el padre que la abandonó años antes, Ernesto Aguavil. Y aquí es donde la novela mejora claramente, como historia esencial y arquetípica de una hija que busca a un padre. En los capítulos pares, titulados “Cuadernos del bosque alto”, conocemos, con su propia voz, a ese personaje, que podría parecer, en primera instancia, el típico ecocretino que quiere más a su perra que a su familia. Por suerte, el personaje es más rico, y sabemos que Aguavil abandonó el horror de la ciudad ultraviolenta para refugiarse en el volcán siguiendo las enseñanzas y los valores de su madre, que incluyen la caza y la taxidermia como formas de integración con ese ambiente natural. Es en esos capítulos donde la prosa de Ojeda sube de altura poética, logrando momentos de fuerza lírica verdaderamente interesantes y definiendo espacios tanto afectivos como filosóficos bastante menos previsibles que los de los desorientados jóvenes, que difícilmente van a sacar al país de su desastre.

Quizá sea, por tanto, este un texto mejor por la dicción que por la ficción, ya que en este último aspecto la receta se ve demasiado claramente. En cualquier caso, no se puede negar que la novela tiene algo de belleza volcánica, en su magma de palabras, más convincente que las propuestas de otras escritoras actuales también muy cotizadas. Solo espero que en adelante Mónica Ojeda piense más en otro tipo de lectores: los que ya no somos jóvenes. Porque, aunque somos un mercado en declive, todavía existimos. Y seguramente no estamos para fiestas ni para drogas, pero sí hemos visto de cerca volcanes.




viernes, 3 de enero de 2025

BORGES Y YO


Mi reticencia hacia lo que algunos llaman los “géneros de realidad” (epistolarios, diarios, crónicas, novelas de no ficción, autobiografías y trampantojos diversos) viene de hace mucho, y probablemente buena parte de la culpa la tienen los supuestos especialistas en el tema que conocí en la Universitat de Barcelona, que idolatraban esos géneros como si fueran una especie de terapia nacional después de siglos de una represión específicamente española. Pero es que todo ha empeorado en estos tiempos líquidos en los que hay que conseguir solidez a base de documentos y verdades, del tipo que sean, y en los que el biopic parece la nueva medida de todos los relatos. No niego el interés exhumatorio de algunos textos que revelan aquello que, por la razón que sea, está oculto, pero me incomoda el cada vez más extendido intrusismo, sea historicista o periodístico, en la literatura, y sobre todo me preocupa que esa obsesión casi positivista por la Verdad acabe aplastando la libertad específicamente literaria, esa libertad que se basa en las ventajas de la imaginación y la ambigüedad.

No sé, en ese sentido, si enfrentarme a los diarios de Rafael Chirbes, por ejemplo. Se habla con tanto entusiasmo de ellos que se ha activado mi alerta, mi sexto sentido de la manipulación literaria, sobre todo después de comprobar, por ejemplo, la pobreza de las Notas póstumas de Juan Marsé, que tienen poco interés (salvo  cuando se ríe de Anna Caballé). Intuyo que la consagración post mortem de Chirbes tiene trampa, como si algunos poderes de la literatura española quisieran utilizar al escritor valenciano para ganar altura moral, creando, por ejemplo, una alternativa diarística a Trapiello, y romper así con el perfil bajo de esa literatura, la española, tan pagada de sí misma y tan carente de combatividad. 

Sin embargo, otras veces no puedo evitar el deleite de jugar a que ese tipo de textos sean una especie de máquina del tiempo que permita viajes a momentos especiales del pasado literario. Me sucedió con la correspondencia de Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez y Fuentes publicada con el título de Las cartas del boom; leer las cartas, incluso con sus tediosos formalismos y sus cortesías de rigor, es una forma estupenda de acercarse a lo que fue una amistad llena a la vez de azar y magnetismo, y que, en cierto modo, es la sinécdoque de toda una utopía, con su ciclo ascendente y su caída, con su inicial electricidad de ideas y su posterior frialdad brutal. El libro se disfruta leído de manera novelesca y dudo mucho que una novela como la de Jaime Bayly (Los genios) pueda provocar la misma sensación de belleza arqueológico-cultural. O de retransmisión en diferido de un fenómeno irrepetible. 

Pero más interesante aún es Borges, la monumental recopilación de notas que a lo largo de cuarenta años llevó a cabo tierna y tenazmente Adolfo Bioy Casares sobre sus conversaciones sobre el autor de El Aleph. No estoy en condiciones de compararla con su modelo más claro, Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, pero en cualquier caso pocas veces he disfrutado más con una lectura que con estas mil seiscientas páginas (me ha aliviado de tanto "libro del año" de narrativa española actual, para qué nos vamos a engañar).


Mi intención inicial era, sobre todo, indagatoria: encontrar respuestas a curiosidades muy mías sobre las que todavía tengo más intuiciones que pruebas. Algunas se refieren, desde luego, a la singular vida sentimental y sexual de Borges: el libro, en ese sentido, ofrece chismes entretenidos sobre Estela Canto, Elsa Astete y la misma María Kodama. Otras cuestiones son menos frívolas y tienen más valor crítico, como los datos económicos sobre contratos y beneficios, que siempre son importantes para comprender la evolución del escritor desde un punto de vista material (terreno esencial en el que seguimos sabiendo muy poco). Pero también, por ejemplo, quería confirmar de algún modo la sospecha de que Borges, en realidad, apenas leyó las novelas del boom. Sí, sabemos que disfrutó de Cortázar y Rulfo, pero eso fue antes de los sesenta, que es la época en la que su ceguera se acentúa. ¿Realmente su legendaria broma sobre Cien años de soledad era resultado de una lectura real? La ceguera de Borges es bastante enigmática desde un punto de vista clínico, y el propio Bioy, en sus notas, duda en alguna ocasión (p. 1318) de que Borges esté tan ciego como dice (incluso va al cine a ver Bananas). Aun así me parece bastante verosímil un desconocimiento general de las novedades literarias latinoamericanas del periodo (¿leyó, o le leyeron, a Carpentier o a Asturias? No lo sé; sí sé, en condicional, que no le gustarían de haberlas leído).

Otra de mis prioridades era conocer más pormenores de su relación con mi compañero virtual de tantos años, el quejoso y gruñón Ernesto Sabato. Durante muchos años pensé que Borges siempre lo menospreció abiertamente, mientras Sabato le envidiaba y necesitaba de manera constante afirmarse literariamente ante él; hoy, después de leer este libro, en tiempos en los que Sabato está bastante devaluado en Argentina, lo veo menos claro y pienso que quizás Borges, aunque le dedica muchos insultos, en cierto modo lo respetaba más de lo que parece (más que a Mallea o a Mujica Laínez, quiero decir), quizás por un detalle que distinguía a Sabato del resto del entorno literario en el que se movía Borges: su estatus científico, que fue su credencial de entrada en Sur junto al aval de su maestro Pedro Henríquez Ureña. Hay que recordar que a partir de 1955, después de la Revolución Libertadora, la actitud ante el peronismo separó a Borges y a Sabato de forma bastante agria, como demuestra la polémica en la revista Ficción, y que tardaron unos veinte años en reconciliarse (reconciliarse aparentemente, al menos). Pero, aunque la irritación de Borges por las "idioteces" de Sabato tenga razones políticas, asimismo revela, para mí, más rivalidad de la que se suele aceptar: recuérdese que la traducción de El túnel al francés había aparecido en Gallimard (por recomendación de Camus) en 1956. Siempre he creído que las especulaciones psicologistas en el análisis literario, por muy jugosas que sean, son peligrosamente fantasiosas, pero me parece obvio que la antipatía hacia Sabato tiene motivaciones muy diferentes a otros casos, como el también conocido de Neruda, al que Borges desprecia con un asco muy particular y exclusivo ("es un bruto").

El caso es que no he obtenido respuestas concluyentes a ninguna de mis curiosidades, ni a tantos otros misterios sobre Borges (como la extraña historia de su falsa traducción de La metamorfosis) precisamente porque, al final, no he leído el volumen con afán académico, esperando el Eureka de la revelación científica, sino que lo he leído con la felicidad de bañarme en el oasis de una frescura literaria inconcebible hoy. Sí, se trata de dos escritores pedantes y criticones, llenos de mala baba y ganas de practicar privadamente el arte de la injuria; dos haters avant la lettre, que parecen tuitear con sarcasmo y malicia como si buscaran ansiosamente seguidores para satisfacer su ego público. Pero no es así: por encima de los ataques ad hominem y las miserias personales, es un diálogo largo, lleno de mutua generosidad, perfectamente equidistante tanto de la lección magistral como de la tertulia de barra de bar. Más cercana a una sobremesa ideal, hogareña, quizá demasiado sobria para mi gusto, pero humilde y respetuosa con dos valores: la amistad y el amor por la literatura (por el canon, todo sea dicho). Literatura del yo que es la vez literatura del otro, en cierto modo; nada que ver, de hecho, con la megalomanía a menudo también regada de chismes del mismo Trapiello. No, es algo así como un curso de literatura universal lleno de amenidad y ajeno a la rigidez académica, y que persuade con su creativa naturalidad.

Hoy las redes sociales nos machacan a todas horas con píldoras de supuesto ingenio y mucha opinión autoritaria e inflexible, e incluso hay profesionales de la provocación en pequeñas dosis: piénsese en el tándem Juan Soto Yvars-Alberto Olmos, por ejemplo. Es verdad que Borges y Bioy también opinan y juzgan con maximalismo y no poca crueldad. ¿Cuál es la diferencia con respecto a la inmensa mayoría de los petimetres de las redes sociales que hablan de literatura, o de cine, buscando el tuit más efectivo y prepotente? Por supuesto, la índole privada de las conversaciones, pero también otro factor: el conocimiento sólido, es decir, la base de lecturas realizadas con paciencia y sensibilidad estética. La convicción, en definitiva, de que la crítica puede ser toda una aventura sedentaria, inmóvil.

Así, cuando Borges critica ferozmente a Horacio Quiroga (una de sus dianas preferidas), no es del todo injusto, porque se toma la molestia de analizar la técnica de sus cuentos (como "El almohadón de pluma") en lo que es en sí mismo un minitaller literario. Y cuando los dos amigos discuten en detalle sobre un verso de Mallarmé, de Eliot, de Rubén, o de tantísimos otros, ponen en marcha una máquina lectora que es sin duda impresionista, pero que también es una apoteosis del placer de interpretar los textos y nadar gozosamente en el océano de su potencial. Nadie se libra de tanta voracidad: ni Homero, ni Dante, ni Kafka, ni Joyce. Shakespeare "hubiera sido peronista", pero es que además también comete errores: "está mal que Hamlet sea tan reflexivo y crea en fantasmas". El desdén hacia Roberto Arlt es esperable, pero quizá no tanto la crítica hacia Florencio Sánchez, teniendo en cuenta su rango en la historia del teatro argentino: "M'hijo el dotor, Barranca abajo... una ventaja de estos títulos es que no hace falta leer las obras. En el título todo está dicho ad nauseam". Tal vez sea un problema especial con los uruguayos, porque a un poema de Herrera y Reissig le dedica Borges un diagnóstico que seguramente podrían merecer poetas de hoy como Elvira Sastre o Marwan: "todas las palabras parecen erratas". A los mexicanos tampoco les va muy bien: a propósito de Diego Rivera, Borges afirma que México es uno de esos países, como la India, "con vocación para la fealdad". La literatura española está más presente de lo que quizá podría esperarse, y a veces es bien recibida (hay comentarios elogiosos sobre Ramón, Azorín o Baroja, por ejemplo), pero algunos reciben su tunda, como Juan Ramón con motivo de su Nobel: los suecos "son mejores para inventar la dinamita, que para dar premios". No mucho mejor, por cierto, le va a otros nombres célebres de la cultura hispánica, como el mismo Pedro Henríquez Ureña, cuyo americanismo naïf es ridiculizado más de una vez.

Los amigos, sí, también dudan, cambian de opinión, rectifican, mientras juegan a las etimologías, improvisan listas curiosas (escritores "queribles", por ejemplo) o se asombran con causalidades luminosas y conexiones imprevistas entre textos o simplemente palabras (o entre costumbres regionales o internacionales). Incluso hay reflexiones que seguramente Borges vetaría en sus obras completas: "Dios, al crear los animales, cuando llegó al sexo debió de estar cansado: servía también para orinar y estaba al lado del culo". Pero la minuciosidad con la que los dos amigos describen aciertos o errores técnicos, en prosa o en verso, supera en mucho a todos los manuales de escritura creativa con los que se venden recetas literarias hoy.

Eso no significa que no haya aspectos poco gratos en esas páginas. El libro contiene mucha información que permite reconstruir la deriva reaccionaria de Borges, una deriva que usualmente se simplifica, olvidando los argumentos de su anticomunismo, pero también y sobre todo, los de su antiperonismo, que se volvió fanático con el tiempo pero que no era inicialmente tan insensato (¿qué hubiera sido yo en esa época? ¿Peronista o antiperonista? Me lo sigo preguntando). Mucho más decepcionantes son otros juicios de Borges: hay algunos apuntes ciertamente misóginos que tampoco sorprenderán, pero sí me ha llamado la atención, por ejemplo, el repulsivo racismo del autor de Emma Zunz, francamente difícil de perdonar. Frente a eso, las burlas sobre la "maricona" Virgilio Piñera son poca cosa. Igual que la saña con la que Borges se burla de su cuñado, Guillermo de Torre, que quizá tiene el honor de ser el más vilipendiado en el libro. Espigando entre los muchísimos pitorreos que le dedican, he encontrado uno que me parece especialmente hiriente. Dice Borges de su cuñado: "pobre, nació tonto y tuvo la mala suerte de descubrir muy pronto el dadaísmo. Te imaginás, un desvío errado, que lo llevó en mala dirección, que lo alejó de toda posibilidad de educarse" (p. 1187). A Oliverio Girondo también le dedica algunas mofas, como a otro "bruto", David Viñas, aunque el rencor no llega a los niveles de Sabato y de otros autores menores, como Ricardo Molinari, al que desprecian con una energía especial.

En realidad, quizá no haya que tomarse tan en serio el bestiario de la obra. Al fin y al cabo, yo mismo me he pasado años despotricando contra autores vivos y muertos y, salvo en algunos casos muy concretos que mis amigos conocen, mis invectivas son habitualmente tan caprichosas como reversibles, dependiendo de mi interlocutor, del contexto y también de otros parámetros, como la acidez estomacal o la resaca. Por eso tal vez nadie entenderá hasta qué punto me he sentido reconfortado con esta lectura de Borges y Bioy cuando pienso en mis muchísimas horas de tertulias alcohólicas llenas de resentimiento y veneno literario, con tantos amigos y algún examigo, con momentos que no dudo en calificar como entrañables, como la vez que nos expulsaron de un bar sevillano a mí y al añorado Noel Rivas Bravo (el gran especialista dariano), por discutir a gritos sobre la calidad de Vila-Matas. Hoy no recuerdo quién le defendía y quién le atacaba; poco importan los argumentos. Importa, en todo caso, el amigo ausente hoy. Y la pasión por la obra literaria.

Se trata, por tanto, esencialmente de actitudes, de formas de comportarse con la literatura. Y, en ese sentido, no hace falta mucha imaginación para comparar el diálogo de Borges y Bioy Casares con los diálogos actuales entre escritores: los medios y las redes sociales nos informan de ello hasta el asco, y en algunos casos tengo mis propias fuentes. Podemos imaginar dos modelos básicos: uno sería el de los escritores españoles rancios, del Gran Madrid, o Madrid DF, que hablarían en un buen restaurante de lo que para ellos son los temas de la cultura de hoy: el palco del Real Madrid o de Las Ventas, la invitación a las tertulias radiofónicas en las que se despotrica contra el sanchismo y sobre todo contra el feminismo, la literatura catalana reducida a Josep Pla, la necesidad de que, a pesar de todo, haya que mantener la monarquía, la pérdida de buenos lectores por culpa del progresismo, la reivindicación de Sánchez Mazas o Foxá (y, a este paso, Gironella), la invasión de extranjeros también en las librerías; en definitiva, la urgencia de poner orden viril frente al caos feminizador. Pero habría otro modelo, falsamente simétrico, el de los nuevos rastacueros literarios, los escritores "de izquierdas" seducidos por las plusvalías y el confort capitalista: estoy escribiendo una novela-que no será una novela-pero sí lo será-pero no-porque estará basada en una historia real del franquismo que me impresionó mucho-pero la voy a cambiar un poco-vamos lo que me dé la gana-añadiendo unos cuantos muertos-, oh, qué buena idea, pero no te pases de comunista, que eso no vende, que salga mucho la palabra república y nada la de comunismo, claro, ya lo sé, me lo dijo mi editora, oye, hablando de ella, qué bien me lo pasé en la FIL de Guadalajara (¿no te invitaron? Eso lo arreglaremos para el año que viene), no importa, yo estaba invitado en el Cervantes, ¿en cuál? ¿Nueva York?, a ver si coincidimos alguna vez, qué ganas de volver allí, claro, ya nos invitarán, por cierto: qué buena es mi editora, me ha quitado treinta páginas pero creo que el texto ha ganado y dice que se va a vender bien, qué buena cubierta, de verdad, oye, sí, tengo gira promocional, tres meses dando vueltas por España, qué cansancio, no me apetece nada, pero así es el trabajo, ah, pues mira, yo tengo entrevista la semana que viene con la Barceló, que dice que le ha gustado mucho mi novela, estoy emocionadísimo/a, qué bien, enhorabuena, vamos a brindar por ello.

Y aún habría otros modelos: el del escritor catalán puigdemontiano y ultra sería uno, pero no lo voy a dignificar ni siquiera con una parodia. Además, conozco mejor el del escritor latinoamericano "comprometido": el que quiere que no le llamen exiliado pero sí que lo traten como tal, que se ha instalado en Barcelona o Madrid, que se pasea por la calle con su camiseta de River y su mate, o que se queja de que no tiene dónde comprar buenas tortillas de maíz, y que mientras llora por su patria poniendo cara de estreñido/a le hace la pelota a su editor colonialista y se traga todas sus correcciones de estilo. Y ahí los diálogos entre amigos tendrían también sus tópicos: vente/venite para la Madre Patria que ahora mismo es mejor que los USA para hacerte escritor, te quedas en mi casa unos meses, la novela es buena, tiene mucho de Bolaño pero en plan gótico, ay, gracias, qué amable, voy a un congreso para hablar de la violencia, me lo pagan todo y ya aprovecho para firmar el contrato, qué ilusión, por fin podré conseguir mi sueño de ser escritor, claro, es lo mejor que hay, y además ganando en euros.


Sí, qué duda cabe de que Borges y Bioy Casares tenían muchos, muchos defectos. Pero, en cuestiones literarias, siempre preferiré sus diálogos a esos otros, tan llenos de venalidad y banalidad, tan sintomáticos de las capillitas literarias actuales y sus hipócritas fantasías de dolor y gloria. Prefiero, incluso, la soledad del monólogo. De monólogos como este, aunque el amable lector, con buen criterio, pueda no estar seguro de mi sinceridad. Y es que no seré tan presuntuoso ahora como para defender que lo que digo aquí es "real" y "verdadero".

 


NOTA FINAL: este libro ha tenido una curiosa vida editorial y ahora se ha convertido en una obra cotizadísima: se vende, de segunda mano, a más de 500 euros, según he podido descubrir con frustración. Yo he podido leerlo en papel gracias a la biblioteca universitaria, pero al ejemplar le faltaban 70 páginas. Naturalmente, circulan por la red versiones pirateadas (aunque quizá falten las mismas páginas). Más curiosa y útil es la página web https://comeencasaborges.org/, en la que no está el texto completo pero se pueden buscar las citas a partir de cada nombre que nos interese.







sábado, 14 de diciembre de 2024


UN ESPURIO TESTAMENTO


Manuel Vilas ha decidido, como era de prever, seguir el camino de la literatura del yo con su último libro, titulado, con insuficiente ironía, El mejor libro del mundo. Se trata de una obra básicamente decepcionante y a ratos irritante, una suma de elementos unidos por el egocentrismo sublimado y la coqueta autoconmiseración: un diario sobre las servidumbres y los complejos del escritor, reflexiones ensayísticas sobre sus ídolos literarios y culturales (de Kafka a Paul Celan, pasando por Buñuel o Lou Reed), y evocaciones autobiográficas sobre la familia, que conectan de forma muy evidente con Ordesa, su gran éxito de 2018 y que en este nuevo libro él mismo califica con curiosa insistencia como “novela”, quizá con la secreta motivación de alejarse de una etiqueta, la de autoficción, que empieza a estar muy gastada. 

En el caso de El mejor libro del mundo, el truco novelesco consiste en que toda esa suma de textos, esa Enciclopedia Vilas, llega al lector como una especie de testamento porque el personaje “Manuel Vilas”, como se anuncia desde el principio, se suicida después de escribir su catálogo de introspecciones, nostalgias y caprichos. Imaginar la propia muerte del autor en un texto narrativo no es, desde luego, algo novedoso; en español, ya lo hicieron hace tiempo Barral o Aira, y tampoco es novedoso en el caso del propio Vilas, que imaginó como autoficción paródica su muerte en Aire nuestro. Sea como sea, no es ese, ni mucho menos, el principal problema del libro.

Muchas de las referencias culturales y artísticas me resultan sociológica y generacionalmente afines, como ya sucedía con Ordesa, y lo cierto es que, por edad y excesos que algún día tendré que pagar, comparto también algunas inquietudes diríase existenciales. Pero Vilas sabe que no soy su lector implícito, entre otras cosas, porque yo no jugaría cínicamente con la conciencia de clase como hace él. Para mí, la gran diferencia entre Ordesa y El mejor libro del mundo es, naturalmente, la nueva posición social del autor, su desproletarización definitiva: ahora es ya un escritor perfectamente institucionalizado, con aroma de RAE, y la jactancia de haber llegado a ese estatus no queda disimulada con el repertorio de melancolías y el inconsistente victimismo de un protagonista que tiene que sufrir la soledad en los hoteles cuando va de gira promocional, que debe pelearse con los demonios nada dostoievskianos de Hacienda y que encima todavía no ha conseguido suficiente dinero para comprarse un piso en Madrid. Para colmo, la obra contiene, además de esos lloriqueos, varios gratuitos sermones políticos, sobre todo hacia Pedro Sánchez, cuya egolatría (¡hay que ver cuánto narcisista hay suelto!) critica Vilas con saña sospechosa y poco oportuna desde un punto de vista literario.

La mano que da de comer, por supuesto, queda indemne. La aparente autocrítica del escritor profesional y el humor sobre la “comedia” del mundo editorial son inocuos; al fin y al cabo, el sistema funciona bien para los que están dentro, y hay que disfrutarlo a pesar del cotidie morimur. No hay nada parecido al coraje no sólo ya de Annie Ernaux, que parece ser otro de los modelos de Vilas, sino de otros escritores de lengua española que han convertido en tema literario la digestión del éxito literario, como hizo en 2002 otro escritor tenazmente ombliguista, Fernando Vallejo, en La Rambla paralela, una obra mucho más visceral y menos ansiolítica.

Hay, sí, aforismos resultones (“respeta a un suicida porque el suicida es un Dios de la vida”), momentos de prosa poética efectistas y efectivos y puntos de vista lúcidos, sobre todo cuando el personaje Vilas esconde un poco lo que podríamos llamar su “metavanidad”, es decir, su vanidad de desmitificarse a todas horas. Pero, en conjunto, como producto final de todos los componentes ensamblados, como concepto literario, pierde casi todo el crédito acumulado con Ordesa y ofrece poco más que un manual de autoayuda para escritores con mala conciencia, o para profesores de bachillerato necesitados de textos para preparar la Selectividad. Se podrá decir que es mi envidia la que habla, debilitando mis argumentos (otro día contaré cómo conocí a Vilas precisamente en una de esas ferias del libro a las que él acude de forma rutinaria y yo, en cambio, no, y de las que habla también en la obra). Pero creo que hay, objetivamente, dos peligros en que este libro reciba tanta atención: uno, que pasen inadvertidos otros interesantes ejemplos de literatura del yo menos redundantes y acomodados, como Autocienciaficción para el fin de la especie, de Begoña Méndez. Y dos, que los lectores incautos y soñadores se tomen el existencialismo descafeinado de la obra como un ejemplo de malditismo en nuestro tiempo y crean que Vilas es el modelo de escritor atormentado que necesitamos hoy, el Pessoa o el Kafka de estos tiempos líquidos. La literatura es riesgo, dice Vilas, y también en eso yo podría estar de acuerdo. Pero en este libro no veo el riesgo en ninguna parte.




lunes, 21 de octubre de 2024

EL MISTERIO DEL DETECTIVE CON UN OJO DE CRISTAL


En 1926, cuatro años antes de morir, Arthur Conan Doyle publicó dos de los más curiosos cuentos de los 56 de la serie de Sherlock Holmes: “El soldado de la piel descolorida” y “La melena de león”. Digo curiosos, aunque debería decir que, en cierto modo, son los más desafortunados y los que más deslucen el talento del escritor. ¿Por qué? Porque en ellos Conan Doyle, ya en la fase final de su trayectoria, intenta cambiar la fórmula que le había dado éxito y convierte al propio Holmes en narrador (Simenon también lo hace con Maigret, en una sola ocasión). No es una decisión menor; hasta entonces habíamos tenido siempre la perspectiva externa de Watson sobre el detective. La narratología (demasiado subestimada en el mundo académico de hoy) es decisiva una vez más: recordemos que el narrador de los famosos relatos no era realmente el protagonista, sino el doctor Watson, convertido en narrador-testigo (y esa sería la diferencia con el caso de Simenon). 

Con ese sencillo truco, Conan Doyle aprovechaba la restricción cognoscitiva del narrador para crear un efecto retardatorio de la solución del enigma. Pero el truco va más allá del control de la información meramente policial: la interioridad genial y casi superhumana de Holmes, vista solo externamente, contrastaba con la bonhomía y la mediocridad de Watson. El personaje del detective brillaba por fuera y era enigmático y sugerente por dentro (por eso, más adelante y hasta hoy, la ignota sexualidad de Holmes sería fuente de secuelas más o menos ocurrentes). "Vive de un modo cómodo: en tercera persona", dice magistralmente Borges en su poema dedicado al detective.

Cuando Holmes es el narrador, en cambio, llega la desilusión: nos encontramos con un personaje decepcionante y más vulgar de lo previsto, incluso en su uso del lenguaje, que carece de estilización y que no delata su condición de superdotado intelectual. Nada interesante se sugiere de su vida interior, sus ideas o emociones, más allá de su conocida capacidad deductiva; las particularidades del personaje no se enraízan en ningún realismo psicológico. El misterio del personaje se deshace en esos dos cuentos y el texto desaprovecha su increíble potencial literario, que nos hubiera permitido conocer algo más de la conciencia de un ser excepcional. Cuatro años después del flujo de conciencia de Molly Bloom en Ulises, en la misma década del surrealismo y de las grandes audacias para representar el mundo psíquico, nos quedamos con las ganas de saber algo más de la soledad de Holmes, de su pasado, de sus inquietudes o deseos, de su primer violín, de su primera experiencia con las drogas, de sus fantasías eróticas. 

No se me ocurre mejor prueba de las limitaciones del género policiaco y de la necesidad, urgencia incluso, de ponerlo hoy un poco en su sitio en estos tiempos de relativismo anticanónico en los que parece que hay que cuestionarlo todo excepto las leyes del mercado y el placer del consumidor, ese placer que curiosamente es la vez democrático y sagrado. Sí, vivimos en una tiranía numerocrática más cercana al TripAdvisor que a la tradición humanística, y en ese movimiento fuertemente antiintelectual el género policiaco y sobre todo ese anglicismo, el thriller (que para mí se asocia más que nada a Michael Jackson bailando con zombis) es un instrumento decisivo de las poderosas industrias del ocio, que hoy buscan ante todo historias que puedan funcionar bien desde un punto de vista audiovisual; es decir, novelas fáciles de adaptar a otro medio, sea cine o televisión o incluso cómic, con lo que eso implica de beneficios mercantiles.

Que Pérez-Reverte ponga sus zarpas en el género debería ser ya una señal de peligro, mucho más todavía que en el caso de Javier Cercas y su vergonzoso premio Planeta, pero nadie parece tampoco sorprenderse de que un autor millonario como Don Winslow presuma de que sus novelas son subversivas y políticas; tal vez sea yo el que tiene un problema de percepción al ver un oxímoron en el concepto “millonario subversivo”. En cualquier caso, me sorprenden la benevolencia predominante y la falta de discursos críticos contra la automatización evidente del género, convertido en una de las fuentes habituales de mala literatura de Amazon y pronto, quizá más pronto de lo previsto, de chat GPT. 

Inventarse policías e investigadores pintorescos, originales o redentores de colectivos y añadirle crímenes ultraviolentos no es ya una garantía de originalidad, sino todo lo contrario: la prueba de que damos vueltas en círculo mientras algunos aprovechan el yacimiento económico del policiaco gracias a las estructuras prefabricadas de barracón literario y a las ventajas de ese factor tan útil hoy en cualquier mercado que es la “etiqueta”. Pero es que además el género policiaco es responsable en gran medida de la inflación actual de la novela, sobre todo en España, y también, en mi opinión, de la pobreza del realismo contemporáneo, incapaz de plantear los problemas sociales sin acogerse a la cómoda plantilla policiaca, es decir, acomodando cualquier voluntad denunciatoria al esquema ya demandado previamente por los lectores, y reduciendo por tanto el análisis político a las condiciones comerciales de recepción de la obra. Y si a eso le añadimos la hipertrofia de productos policiales en las plataformas televisivas, tendremos un panorama asfixiante y monótono de relatos clónicos, perfectos, eso sí, para satisfacer una infantiloide demanda previa y por tanto para confirmar el triunfo del mercado sobre la autonomía de los valores estéticos.

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El error de Conan Doyle confirma que es fundamental dejar a veces que los personajes de ficción mantengan su misterio y su elipsis para no estropearlos. Hay que reconocer que algunos personajes policiacos son excesivamente caricaturescos (pensemos en Nero Wolfe, por ejemplo), pero otros son realmente interesantes —pienso en Isidro Parodi o el padre Brown—, y, entre ellos, más misterioso aún que Holmes es el teniente Columbo (Colombo en España).

La televisión, sobre todo estadounidense, ha deparado una miríada de detectives e investigadores y la lista contiene asimismo ejemplos curiosos y audaces: el neurótico Monk, el niño prodigio Dr. Spencer Reid, el hierático devoto del bushido Martin Castillo de Miami Vice, el naif agente del FBI Dale Cooper que descubre pistas en sueños, graba mensajes para su secretaria Diane en su grabadora y es tan fanático de las rosquillas como Homer Simpson, e incluso tenemos a algún existencialista trasnochado, como el metafísico Rusty Cohle de la primera temporada de True detective, en la que escuchamos sus peroratas vagamente nihilistas en las que parafrasea de paso al escritor Thomas Ligotti. Pero ninguno de ellos, en mi opinión, ha alcanzado la extraña perfección estructural de Colombo, tanto del personaje como de la serie.

Tan misterioso es el personaje que los frikis de la serie se esforzaron al límite para descubrir por fin su nombre de pila, y lo consiguieron ampliando un fotograma de uno de los episodios, en el que se ve su placa de policía (parece que el nombre es Frank). Sin embargo, el resto sigue siendo ambiguo y confuso: su familia, su ascendencia italiana, su hogar, su propio ambiente de trabajo (en el que, a pesar de su porcentaje asombroso de éxitos, nunca asciende), la verdad sobre sus complejos y traumas. Todo es opaco, aunque inofensivo y hasta cierto punto entrañable. Por eso Colombo es perfecto como signo televisivo, con su gabardina (al parecer, de marca Cortefiel, y que usó durante 25 años para su papel en la serie), su cochambroso coche de importación, su cigarro barato, sus hábitos de lumpen y, como se ha dicho más de una vez, su “estética de cama deshecha”. Todo forma parte de su efectivo escudo semiótico, que lo protege frente a los otros personajes pero que, de algún modo, lo protege de la curiosidad de los espectadores, y que resulta tan identificable por su simplicidad. Parece inmensamente solitario sin serlo, y sin embargo contiene una verdad en su interior hermético: un significado concreto e inigualable, que no necesita de veleidades metafísicas ni afectivas. Por eso seguramente el personaje funciona muy mal en algunas versiones novelísticas que he leído y que, por suerte, no han sido traducidas al español, como The Game Show Killer, de William Harrington. No, si Colombo funciona es precisamente porque no es un personaje de novela, porque no debe ser narrado por una voz como la de Watson, sino que debe ser visto, encuadrado por una cámara.

(estatua de homenaje a Peter Falk en Budapest)

 Como es sabido, el éxito internacional de Colombo, que lo ha convertido en un clásico de la televisión, se basa en el personaje pero también en el actor que lo interpretaba, el inolvidable Peter Falk, con su físico nada apolíneo y su ojo de cristal (perdió el ojo de niño a causa de un tumor). A él mismo le debemos una comparación con el detective de Baker Street: “I do think of Columbo as an American Sherlock Holmes. He uses his mind  -not bullets. Holmes was tall, Columbo is short. Holmes has a long neck, Columbo has no neck. Holmes smoked an expensive Meerschaum pipe, Columbo pufs on cheap cigars. Holmes is articulate, lucid and uses elegant words. Columbo is still working on his basic English. But both of then have this insatiable curiosity –in that sense they are like children beacuse what you and I take for granted, the find interesting. Both are obsessed with getting answers for questions” (Geoff Tibbals, The Boxtree Encyclopedida of TV Detectives, London, Boxtree, 1992, p. 98).

No obstante, tampoco todo consiste en el personaje y el actor, porque hay que tener en cuenta más factores: primero, la fórmula de los episodios, en la que —salvo en un par de excepciones— importa más, por decirlo a la inglesa, el howdunnit que el whodunnit; es decir, el cómo antes que el quién. En cada episodio hay una primera parte, de unos quince minutos, en la que conocemos la identidad de asesino y víctima y las motivaciones del crimen, casi siempre racionales; lo que viene después es la tenaz persecución del teniente Colombo, que aprovecha sus trucos de “gnomo astuto” (así se dice en el episodio piloto) para acorralar al asesino. Su intuición nunca falla, aunque en ocasiones le beneficia un golpe de suerte o un mínimo error que impide el crimen perfecto. El asesino, además, suele cometer el error fatal de subestimar al feo y desaliñado detective. Sea como sea, no hay violencia, ni disparos, ni persecuciones. Colombo (y en eso se parece a Gil Grissom, de CSI) no lleva pistola, y el criminal suele aceptar su derrota con elegancia y fair play, aunque la victoria del detective suele incluir evidentes inconsistencias jurídicas o forenses (nada que ver con el hipertecnicismo de tantas otras series actuales).

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Repetiré algunos wikidatos. El primer actor que interpretó a Colombo no fue Peter Falk, sino un actor más corpulento y de aspecto menos descuidado, Bert Freed, y sucedió en un episodio de The Sunday Mistery Hour (1961) titulado “Enough Rope”; de ahí pasó sin demasiado éxito al teatro con el título Prescription: Murder, interpretado por Thomas Mitchell. La versión televisada de esa obra se emitió el 20 de febrero de 1968 en la NBC; Peter Falk fue el elegido para interpretar al personaje, una vez que los otros candidatos (Lee J. Cobb y Bing Crosby) fueron descartados. En ese episodio piloto, los signos del personaje aún no están bien configurados: la gabardina se ve poco y el teniente no utiliza tan sagazmente como años después la estrategia del despiste y la humildad hiperbólica. Tres años más tarde, el personaje reaparece en otro telefilme, “Ransom for a Dead Man”, un telefilme que, como el anterior, no está incorporado a las habituales reposiciones televisivas españoles ni a algunas ediciones en DVD.

El siguiente episodio (“Murder by the Book”) fue dirigido por un talentoso joven llamado Steven Spielberg, antes de su ópera prima Duel. Otro joven que luego sería premiado con un Oscar, Jonathan Demme, dirigiría también un episodio más adelante. Pero entre la lista de directores encontramos otros nombres como los de Richard Quine y Jack Smight, directores de cine de nivel medio pero muy respetables. También hay directores poco conocidos que trataron de darle más complejidad a los episodios y, respetando la fórmula, evitar la mecanización excesiva, como es el caso de James Frawley. Y, sobre todo, en la lista de directores figura, bien escondido, el nombre de un amigo de Peter Falk que en 1975 sacaría de él una interpretación admirable en una película portentosa (A Women Under the Influence): John Cassavetes, que dirigió, con pseudónimo, un episodio en el que también interpretaba al asesino. Otros amigos del grupo de Cassavetes, como Ben Gazzara, Fred Draper o la sensacional Gena Rowlands (fallecida hace poco) también colaboraron en alguna ocasión en la serie.

Entre 1971 y 1978, la primera etapa de Colombo funcionó espectacularmente, alternándose con las series de otros policías como McMillan o McCloud, que hoy en día no tienen tantos devotos. La otra clave del éxito eran las estrellas invitadas, por supuesto. Hoy nadie se acuerda de Roddy McDowall o Robert Vaughn, pero eran figuras célebres incluso en España y garantizaban que cada episodio, aun siguiendo la misma fórmula al estilo Crimen perfecto, de Hitchcock, tuviera un interés intrínseco. Colombo era lo permanente y las estrellas invitadas lo variable: una dialéctica infalible. Falk consiguió así salario de estrella y ganó cuatro Emmys, pero siguió trabajando en el cine, con Cassavetes pero también en esa parodia policiaca (con un memorable papel de Truman Capote) que fue Un cadáver a los postres. A partir de 1979, cerrada la serie porque la fórmula parecía agotada, la productora Universal quiso intentar una secuela marcada por una curiosa simetría: una serie protagoniza por la esposa de Colombo, en la que el detective no apareciera nunca. La serie, con el título Kate Loves a Mistery y protagonizada por Kate Mulgrew, fue un fracaso y duró apenas unos meses. No es de extrañar: no tenía ninguna de las virtudes de la serie previa.

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En Colombo, el criminal siempre es derrotado y el orden queda confirmado. Un orden social, sí, pero en cierto modo también un orden freudiano de represión y castigo. Porque Colombo es, en cierto modo, un instrumento del inconsciente político y una alegoría social. ¿Y por qué digo esto? Porque los criminales responden a un patrón específico. Nadie, que yo sepa, ha recalado hasta ahora en algo que podría parecer políticamente incorrecto, y más en Estados Unidos, y es que, de los más de 70 asesinos a los que Colombo atrapa a lo largo de las dos épocas de la serie, ninguno es negro. Hay mujeres, sí, incluso un mexicano (Ricardo Montalbán) y un árabe, pero ninguno de los dos reside en Estados Unidos. No hay ni un solo negro, como tampoco hispano; tampoco nadie de clase popular, en realidad.

En ese sentido, la sociología de la serie es muy significativa: la mayoría de los asesinos (sobre todo en la primera etapa de la serie) pertenecen a una clase social alta. Pero pocas veces son aristócratas o grandes empresarios: la mayor parte de las veces pertenecen a lo que podríamos llamar burguesía intelectual o artística, bien instalada socialmente. Tenemos dos asesinos con un plus intelectual, el título de doctor en psicología: el Dr. Bart Keppel (Robert Culp) y el Dr. Eric Mason (Nicol Williamson). Pero muchos son también artistas famosos, reputados y casi siempre más sensibles en el arte que en el respeto a la ley o a la ética: un poeta irlandés miembro del IRA (Clive Revill), un fotógrafo artístico (Dick Van Dyke), un arquitecto (Patrick O’Neal), un pintor mujeriego con reminiscencias picassianas (Patrick Bauchau), dos famosos actores ingleses que interpretan Macbeth (Richard Basehart y Honor Blackman), otros actores de éxito en cine y televisión (Anne Baxter, Janet Leigh, William Shatner), dos novelistas del género policiaco (Ruth Gordon y Jack Cassidy, en un episodio en el que la víctima es interpretada por Mickey Spillane, el creador de Mike Hammer), un director de orquesta parecido a Leonard Bernstein (John Cassavetes), un crítico de arte que es una especie de Carlos Boyero (Ross Martin), otro crítico pero gastronómico (Louis Jourdan), un cantautor acosado por sus fans (Johnny Cash, ni más ni menos), un niño prodigio director de cine (Fisher Stevens). Y aún podríamos añadir aquí a algún genio de la magia y del ilusionismo (Jack Cassidy, en otro papel).

Sin embargo, el teniente Colombo no solo se dedica a rebajar la superioridad del artista consagrado socialmente. Muchos de sus enemigos tienen algún otro tipo de excepcionalidad no artística: un campeón del mundo de ajedrez (Laurence Harvey, en su último papel antes de morir), el mejor torero de México (Montalbán), un ambicioso político aspirante a senador (Jackie Cooper), un héroe de la guerra de Corea (Edward Albert), un importante agente de la CIA (McGoohan), el director de un think-tank (José Ferrer) o el líder de un club de superdotados (Theodore Bikel). Toda esa elite más o menos opulenta y arrogante es igualmente derrotada y sometida al orden vulgar y democratizador. Todos ellos tienen algo de nietzscheano o dostoievskiano, aunque sea en versión pop. No en vano los creadores de la serie, Richard Levinson y William Link, se inspiraron para crear a Colombo en el perseverante juez de Crimen y castigo, Porfiri Petrovich. Eso no significa que estemos ante dos creadores geniales: también son los responsables de otra serie policiaca, también muy famosa, pero ridícula en comparación: Murder, She Wrote (Se ha escrito un crimen).

Sea como sea, actor, personaje, guest star y fórmula policial forman una estructura sólida que además propicia un código hermenéutico totalmente distinto al de tantos productos policiacos. El espectador de la serie no puede reaccionar igual que en cualquier otro policiaco más o menos clásico: no hay enigma sobre la identidad del asesino o sus motivaciones. La investigación que el espectador lleva a cabo es de otro tipo y se basa no solo en el juego intelectual, sino también en aprovechar el rencor social de la diferencia de clase. Los asesinos son guapos, ricos y famosos, incluso presumen de un cociente intelectual muy superior a la media; pero son derrotados por el feo y torpe descendiente de inmigrantes italianos. La estructura policiaca, por tanto, adquiere otro sentido: no es el enigma lo importante, sino un concepto ético por el cual se castiga la hybris de artistas, intelectuales y ricachones.

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La segunda época de Colombo empezó en 1989 y se mantuvo de forma irregular hasta 2003. La vejez del actor es aquí inocultable (aunque, precisamente, son los años de sus geniales colaboraciones con el cine de Wim Wenders) y resulta poco convincente que el personaje siga en activo a pesar del tinte en el pelo. El nivel de los episodios es, por lo general, mucho más bajo, salvo en los dirigidos nuevamente por James Frawley, en los que, más allá de la estructura policiaca, hay un cierto interés por desarrollar la psicología de los personajes incluso secundarios, lo que da resultados interesantes desde el punto de vista dramático. Sin embargo, los intentos de renovar la fórmula suelen ser desastrosos, como la introducción de la voz en off de la asesina en Rest in Peace, Mrs. Columbo, por no hablar del peor de los 69 episodios, No Time to Die, un espantoso y vulgar ejemplo de tosca acción policial, con Colombo tratando de salvar a su sobrina de un secuestro, es decir, un episodio de acción sin duelo intelectual entre el detective y el criminal.

Tampoco los actores invitados son ya igual de célebres: repiten William Shatner, Patrick McGoohan y George Hamilton y se suman algunos nombres populares de la televisión de la época como los de Robert Foxworth, Dabney Coleman, Rip Torn o George Wendt (el Norm de Cheers, cuya esposa, como la de Colombo, nunca aparece en la serie). Quizá solo tres fichajes realmente llaman la atención: Anthony Andrews, el inolvidable actor de Brideshead Revisited junto a Jeremy Irons, Billy Connolly, en el penúltimo episodio de la serie, y Faye Dunaway, otra gloria del cine acuciada por la triste costumbre de la falta de papeles para actrices maduras.

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Dos actores tienen el curioso y envidiable honor de haber interpretado a villanos en Colombo y en películas de James Bond: Louis Jourdan y Donald Pleasence. Podríamos incorporar a Patrick Bauchau, pero no es realmente el antagonista de Bond en Live and Let Die. Lo curioso es que sí hay una chica Bond que interpreta a una asesina en la serie: Honor Blackman, la inolvidable Pussy Galore de Goldfinger.

El récord de interpretaciones criminales lo tiene otro clásico de la televisión: el fenomenal Patrick McGoohan, que ya había alcanzado la inmortalidad televisiva con aquella serie kafkiana y desconcertante titulada The Prisoner, tan superior a los churros de hoy de Netflix o Amazon. En Colombo, McGoohan dirigió varios episodios (no los mejores, en mi opinión), y fue antagonista en cuatro. No es, sin embargo, el rostro invitado que más se repite en la serie: la viuda de Falk, Shera Danese, aparece en seis, aunque solo es realmente asesina o cómplice de asesino en dos.

Todavía quedan varios actores vivos de la primera época de la serie: Dick van Dyke, que va camino de ser centenario, Clive Revill, George Hamilton, William Shatner, Joyce Van Patten, Hector Elizondo y Trish van Devere.

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¿Podría hacerse un remake de Colombo, ahora que la televisión abunda en resurrecciones casi siempre penosas, como las de Dallas, Twin Peaks o Expediente X (o la misma The Prisoner)? No me sorprendería una precuela horrible y afrentosa del tipo El joven Colombo, que empezara con la adquisición de su gabardina.

Habría que buscar un actor capaz de aceptar el reto de competir con el inolvidable desaliño y la falta de glamour de Falk. Joe Pesci hace unos años hubiera sido idóneo, diría yo. Hoy quizá podría servirnos Paul Giamatti. O Martin Freeman. El físico de Peter Dinklage lo determina excesivamente, en mi opinión, Y, aunque es por supuesto inviable, no niego que he soñado con Francella o Eduard Fernández arrebujados en la gabardina.

¿Actores para los papeles de villanos? Tendrían que ser estrellas del nuevo milenio, guapos o como mínimo carismáticos. Y cerebrales, sin duda. Se me ocurren algunos con madera criminal: John Hamm, Robin Wright, Matthew McConaughey, Benedict Cumberbatch, Karl Urban, Idris Elba, Viola Davis, Brian Cox, Lena Headey, Mads Mikkelsen, Terry O’Quinn, Christoph Waltz, Gary Sinise. Y la cuota latina, con Sofía Vergara.

Colombo se enfrentaría ahora a otros perfiles sociales que seguramente revelarían de manera indirecta la evolución de la cultura actual: un influencer, un cantante de trap, un gurú de Silicon Valley, un creador de videojuegos, artistas tipo Banksy o Jan Fabre (que, por cierto, ha tenido problemas reales con la justicia), un presentador de late night, un productor de Netflix o equivalente.

Aunque, puestos a imaginar, mi mayor placer sería un crossover o un fanfiction. ¿Colombo contra Lex Luthor? ¿O contra los hipócritas ricachones como Tony Stark o Bruce Wayne? ¿Contra Don Draper o Frank Underwood? ¿Contra el Fumador de Expediente X?

Mejor aún: contra Tom Ripley.

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Los colombófilos fetichistas de la serie tienen en internet multitud de datos eruditos y listas. No quiero competir con ellos, pero sí tengo mi propia lista:

El mejor final de episodio: Colombo y el asesino disfrutando de un buen vino en Any Old Port in a Storm (muy cerca, Colombo elogiando la música del personaje de Johnny Cash en Swan Song).

El momento más visualmente vanguardista: el plano de pantalla dividida en Death Lends a Hand.

El episodio con más sentido dramático: Murder, a Self-Portrait.

El episodio con más contenido estético (sobre cine y vida): Murder, Smoke and Shadows.

El asesinato más sofisticado: el crimen que utiliza la percepción subliminal en Double Exposure.

El mejor momento de Colombo como personaje: su incomodidad con una nueva gabardina en Now You See Him.

El asesino más orgulloso en la derrota: Trish Van Devere, en Make Me a Perfect Murder (en dura competencia con Patrick McGoohan en By Dawn's Early Light).

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Just one more thing…

Ya no sé si Colombo es un mito o una idea platónica. Sea como sea, a veces siento que ha sido una sombra a lo largo de mi vida. De niño, me desconcertaban su lentitud metódica y su manera de convertir en juego algo siniestro. De adulto, se convirtió en un resumen esquizoide de muchos aspectos de mi vida: orden y rebeldía, pureza e impureza, centro y márgenes. Hoy lo veo como un misterioso oráculo.

Siento su inminencia y me preparo para el largo y fluctuante interrogatorio. Algo tiene apuntado en su bloc de notas; algo sobre mí. Soy culpable, y él lo sabe.




domingo, 22 de septiembre de 2024

 

NOTAS DE HOY SOBRE LA VIOLENCIA DE SIEMPRE


Parece que la competición por el liderazgo del boom de la literatura femenina latinoamericana la está ganando Random House por delante de Anagrama y Planeta, pero no hay que dar la liga por ganada antes de tiempo y la historia de la literatura dictará su propia cuenta de resultados dentro de un tiempo. En cualquier caso, Selva Almada es otro de los activos de la editorial que lidera la liga ahora mismo y No es un río ha sido uno los logros importantes (finalista del Booker Prize, por ejemplo). Admito que ha sido mi primer contacto con la obra narrativa de esta autora argentina y ahora tal vez me convendría leer la primera parte de su trayectoria, cuando publicaba en la edición independiente, es decir, antes de ser absorbida (gozosamente, entendemos) por el Gran Imperio Editorial.

Se trata de una novela con fogonazos de estilo admirables, pero que, en conjunto, ofrece poco material novedoso más allá de un ecofeminismo bastante hipotético. No intentaré una sinopsis, teniendo en cuenta la información fácilmente disponible en la galaxia digital. Baste decir aquí que nos presenta un mundo telúrico y violento, notoriamente patriarcal y vagamente quiroguiano, centrado en un isla imprecisa en la que diversos personajes se mueven sin otro horizonte que sus impulsos y sus rutinas de pescadores hasta que la ferocidad latente se desata. La naturaleza vuelve a tener protagonismo e impone su rigor antropológico frente a la cultura, como en otras épocas literarias americanas. Por suerte, no hay idealización del mundo rural, a diferencia de productos tan decepcionantes como esa reciente cursilada paternalista que es la película La estrella azul, con una visión absolutamente ingenua de la realidad interior latinoamericana. Pero tampoco encontramos una retórica nueva de lo natural; es evidente que eso ya no es fácil, y que la naturaleza de Pedro Páramo (o de Meridiano de sangre) es literariamente difícil de igualar, pero también habría que plantearse los riesgos de caer de nuevo en un cierto nativismo obviando la poderosa tradición transculturadora latinoamericana, que, de hecho, incluye también la obra de escritoras como Sara Gallardo, que en Eisejuaz (1971) ofrecía un mundo rural argentino mucho más inesperado y sugerente que el de esta novela (al menos) de Almada.

Naturalmente, en aquellos tiempos había otras expectativas literarias y un crítico como el brasileño Antonio Cândido hablaba de la importancia de la “conciencia lacerada de subdesarrollo”, entendida como una fase de la autocomprensión del escritor latinoamericano que conllevaba un impulso transformador a la vez en lo social y en lo estético. Más de cincuenta años después, parece que seguimos atascados en esa conciencia de subdesarrollo, exotizando el atraso y la violencia, pero no se ve el impulso transformador por ninguna parte, más allá de algo que está fuera del texto: el éxito incuestionable de la narrativa femenina como nueva vanguardia. En muchos sentidos, América Latina parece condenada a una conciencia “fatalista” de subdesarrollo que corre el riesgo de perderse en una reiteración de motivos y temas finalmente inocuos fuera de las cifras de ventas.

En términos microliterarios, qué duda cabe de que No es un río es un típico producto digerible de nuestra época: saldrán centenares de trabajos académicos de jóvenes investigadores sobre la obra, si no han salido ya. En términos macroliterarios, que son los realmente importantes y están mejor manejados por las editoriales que por los críticos y académicos, no ofrece ninguna disrupción o disidencia que altere el plácido curso de la corriente hegemónica; en todo caso, revela la supervivencia de viejos modelos literarios, modelos que ya no aportan respuestas imprevistas a los problemas que deberían interesar a autores y lectores de hoy. Ni siquiera es sorprendente el toque de ambigüedad fantástica, que en No es un río provoca un final ambiguo y demasiado confuso. Y no acaba ahí la mecanización de cierto tipo de narrativa actual que es también visible en esta novela: algún día habrá que hablar de la proliferación actual de narraciones simultáneas (es decir, en presente), no muy extensas (es decir, fácilmente vendibles) y particularmente de escritoras; sería el caso de Distancia de rescate, por ejemplo, pero también de Boulder, de Eva Baltasar (otra finalista del Booker, por cierto). Tengo una teoría sobre cómo esa decisión diegética tiene consecuencias -porque se relaciona con el problema esencial del punto de vista o focalización y por tanto de la ideología-, pero no hay tiempo de formularla aquí.

En cambio, el otro producto Random House que me ha interesado este verano tiene más interés tanto micro como macroliterario. Se trata de El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, en el que la escritora mexicana reconstruye las circunstancias del asesinato, a manos de un exnovio, de su hermana Liliana, ocurrido treinta años antes, cuando ella acababa de entrar en la universidad. Es una atroz historia de duelo, por supuesto, y parece difícil encontrarle defectos a un esfuerzo de este tipo, bien apoyado sin pedantería en la teoría sobre la violencia de género y con una estructura sencilla pero no monótona. Como literatura sobre el duelo, no tiene la altura lírica y filosófica de Mortal y rosa, por ejemplo, pero el discurso es más sofisticado y creativo que El olvido que seremos, por establecer otra comparación más o menos fácil. Y sobre todo es una curiosa y revitalizadora mixtura de dos géneros que (perdonen la profecía) caminan hacia su inexorable saturación, no comercial pero sí estética: la autobiografía y el policiaco. Frente a los vomitorios literarios en los que tanto escritor de hoy en día recurre al desahogo y el ajuste de cuentas (familiar, literario, afectivo) para rentabilizar calculadamente su frustración y crearse una marca reconocible -piénsese en Ordesa o También esto pasará-, el ejemplo de Rivera Garza implica otra moral de la forma autobiográfica, que no quiero sublimar con el adjetivo “honesta”, pero que sí me parece al menos ajena al lloriqueo y a los niveles de narcisismo de tanto escritor confesional de hoy (sobre todo en la España autocomplaciente). Y el complemento policiaco, a partir de la investigación realizada por la narradora, le aporta al texto esa narratividad fluida y casi amena, si no fuera por lo terrible del tema trágico.

Capitalizar literariamente una tragedia verificable puede generar debates de muchos tipos, y nunca sería mi ideal literario, pero en realidad ese es solo un vector de los problemas que provoca un texto como este, macabramente invencible. Porque no puedo negar que me pareció inobjetable por su fuerza ética: es decir, no se me ocurre cómo podría ser mejor el texto, dónde meter el escalpelo crítico para separar la condición de documento humano y el artificio verbal. Y tampoco tengo claro cómo analizar y/o juzgar al personaje que Rivera Garza crea de sí misma. Se trata, en cierto modo, de un pseudochantaje al lector, que puede quedar (así me sucedió) inerme ante la urgencia de la lectura empática, que subsume todo lo demás en una especie de hipotética perfección. ¿Diríamos que es una perfección literaria? No lo sé, pero en cualquier caso me parece que una obra de este tipo plantea un límite, un grado cero de la escritura actual, ante la cual no es fácil encontrar una posición; un paradigma con visos de futuro de las relaciones entre literatura y realidad. Es en ese sentido que me parece que su importancia, en términos macroliterarios, es mucho mayor incluso que los propios textos anteriores de la misma autora. Puede ser el signo de una nueva manera de plantear literariamente la violencia, pero también puede que empiece a generar imitadores más o menos espurios. Habrá que esperar para saberlo.

 

(Nota final: ¿me iría mejor en la competición literaria si cambiara mi nombre por algo así como Urbano Sánchez?)