A VUELTAS CON LA HISTORIA Y LA LITERATURA
Por razones estrictamente académicas, estoy dedicándole tiempo a un autor
bastante popular al que, sin embargo, apenas había prestado yo atención hasta
ahora: el cubano Leonardo Padura. No me interesa más, desde luego, por haber
obtenido el premio Princesa de Asturias, que invita a menudo a la desconfianza,
como todos los premios monárquicos (Álvaro Mutis, conocido defensor de la
institución monárquica, ganó el Príncipe de Asturias, el Reina Sofía y el Cervantes,
y hubiera ganado el premio Corinna de haber existido). Debo decir que tampoco
me interesa especialmente su aportación al género policiaco, aunque casi por
unanimidad se considere original. Y es que entre mis opiniones artísticas más
impopulares, hay dos en especial: mi desinterés casi absoluto por el jazz, tan
útil en las reuniones sociales de intelectualillos, y la saturación con el
género policiaco, cuya combinatoria (a pesar del propio Padura o de True
detective) me parece agotada, y que para mí es hoy mucho menos polémico o
agresivo políticamente de lo que la mercadotecnia literaria sugiere. No negaré
la capacidad de seducción del género, que he sentido a menudo, como lector o
como autor. Pero temo que la fascinación por el crimen como relieve de una
sociedad que es cada vez más plana puede ser hoy la mejor maniobra de distracción
para otro tipo de violencias menos evidentes y más difíciles de representar,
sobre todo con vistas al mercado.
En realidad, lo que más me está interesando de Padura es su nuevo
acercamiento, en El hombre que amaba a los perros (2009), a uno de los hechos
políticos más interesantes y cardinales del siglo XX: el asesinato de Trotski.
Aunque ya ha sido tratado muchas veces (pienso en la versión cómica de Cabrera
Infante en Tres tristes tigres, en Semprún, en el documental Asaltar los
cielos), parece que el mundo posutópico en el que vivimos permite sin problemas
revitalizarlo otra vez más, sobre todo desde si se le aplica la perspectiva
cubana, que supone una ampliación inapelable del desencanto fundamental.
Hay en ese crimen, y en su antagonismo básico, un fracaso tan colosal que
incluso su remanente sigue siendo hoy inquietante y productivo; será, tal vez,
por esa curiosa e irrepetible síntesis entre lo individual y lo colectivo,
entre la singularidad psicológica y la decisiva encrucijada política, que convierte,
de algún modo, ese relato empírico, es decir, real, en una historia con un
insólito interés intrínseco. Ramón Mercader, de hecho, tiene esa específica reciedumbre
como personaje que en nuestros días casi es más visible en la ficción
televisiva que en la narrativa (¿el Doug Stamper de House of cards?).
Sin embargo, ahí es donde entran mis dudas, que nunca formularé desde un
punto de vista académico porque forman parte de mi gusto totalmente subjetivo:
no sé hasta qué punto la asombrosa verosimilitud con la que trabaja Padura es o
no el mayor éxito de la novela. Por supuesto, Padura no se limita a hacer una doble biografía minuciosa y, al parecer, muy bien documentada, de Trotski y de Ramón
Mercader, sino que incorpora una tercera perspectiva, cubana, más contemporánea
y totalmente ficcional, que garantiza el sentido novelesco del conjunto, a
través del tercer protagonista, el escritor fracasado Iván Cárdenas. Pero tal
vez la imaginación ficcional queda sólo como corolario de la Historia “real” y
verificable, lo que implicaría una cierta inferioridad de la ficción, cada vez más cercana a a su disolución y confundida por tanto ardid epistemológico. En
otras palabras: el hecho real garantiza la suspensión de la incredulidad, que
es quizá la parte más difícil del trabajo novelesco, y el añadido ficcional
libera al texto del dogmatismo de cumplir con la “verdad de los hechos” y de arrogarse
por tanto una responsabilidad excesiva. Algo parecido, diría yo, a las
estrategias de Javier Cercas en Soldados de Salamina, publicada, por cierto, en la
misma editorial. De ese modo, la hibridación funciona como escudo protector
contra cualquier ataque, venga del lado de los historiadores o de los
novelistas.
Lógicamente, un escritor puede elegir la fórmula que quiera y no aspiro a
proponer recetas infalibles. Pero me interesan estas cuestiones porque atañen a
algo decisivo para críticos y creadores: el repertorio de posibilidades del
novelista en un momento determinado, un repertorio muy difícil de objetivar. Y eso me lleva a otra cuestión más personal: a lo
mejor debo buscar un hecho real para relanzar mi alicaída carrera novelística.
Y un hecho impactante y tremendo, a ser posible. O sea: nada de mi propia experiencia.
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