1986
Propuesta imposible de sinopsis para un episodio de esa curiosa (por lo
absurdo, básicamente) serie titulada El Ministerio del Tiempo, que está
gustando mucho a todos menos, creo, a los historiadores de verdad: “unos malvados
agentes poscomunistas y anticapitalistas, resentidos con la evolución de la literatura
española de la era democrática, quieren viajar a 1986 con el objetivo de impedir
que Juan Benet redacte un manifiesto con firmas de intelectuales para pedir el
voto afirmativo sobre la permanencia de España en la OTAN. En realidad, no sólo
quieren que Felipe González pierda el referéndum y se vea obligado a dimitir,
poniendo en peligro la modernización socialdemócrata del país: lo que intentan
conseguir los oscuros agentes del Mal es reconducir la cultura española para
evitar la concentración en torno al poder político y económico y mantener así
una vanguardia intelectual y artística de tipo crítico. Creen que es la única
manera de conseguir que la literatura española no claudique ante las exigencias
cada vez más tentadoras de la economía de mercado. Los agentes del Ministerio
tendrán que proteger a Benet, en especial, cuando trata de conseguir la decisiva
firma de Rafael Sánchez Ferlosio”.
En realidad, los regresos al pasado y los bucles temporales que tanto nos ha vendido
la cultura cinematográfica estadounidense y que ahora imitamos me resultan
profundamente aburridos, pero admito que en alguna de mis novelas inéditas
(léase fallidas) intenté, sin recursos fantásticos, situar un capítulo en 1986
con la intención clara de encontrar claves en ese año que compensaran la
fascinación reiterativa y monótona por 1981 y el 23-F, de lo cual ya hablé en
otra ocasión. Para muchos de nosotros, el referéndum sobre la permanencia de
España en la OTAN fue una cala decisiva de la educación político-sentimental. Aprendimos
cómo funcionan las batallas propagandísticas en la era democrática y entendimos
cómo el pragmatismo empezaba a convertirse en un nuevo marco cognitivo para el
español medio deseoso de sentarse en el banquete europeo. Y, sobre todo,
aprendimos a perder; porque desde entonces hemos perdido una y otra vez.
Retrospectivamente, podríamos ajustar cuentas con los compromisos
adquiridos por los intelectuales y artistas en aquella ocasión fundamental, que
supuso más riesgos para Felipe González que el mismo caso GAL, pero comprobar
hoy los firmantes de los manifiestos a favor y en contra de la permanencia es
un ejercicio curioso que puede deparar más de una sorpresa. Recordemos, por
ejemplo, que el líder de la Plataforma Cívica para la Salida de España de la
OTAN era ni más ni menos que Antonio Gala (antes de ganar el Planeta, por
supuesto).
Es igualmente tentador comparar la actividad de los intelectuales en
aquella ocasión con el “No a la guerra” en los años del aznarismo, al tratarse
de dos movilizaciones muy visibles y con muchos nombres célebres involucrados.
Pero creo que la de 1986 tiene mucha más trascendencia y tal vez ayuda a
comprender algunas dominantes culturales de la democracia española. En 1986,
los intelectuales anti-OTAN hicieron causa común con el Partido Comunista de
España frente a la posición infiel del PSOE. La tremenda derrota de ese frente
confirmó que el PCE era un barco que se hundía definitivamente y que había
perdido toda la fuerza de atracción que tuvo durante el antifranquismo, por lo
que se hizo evidente para muchos que había que buscar nuevas compañías.
No creo que haya prueba mejor de la intemperie en la que quedó la
izquierda no socialdemócrata, ya sin liderazgo social, arrinconada por la
mayoría absoluta del PSOE y su creciente poder cultural, un poder dedicado en
buena medida a fomentar la amnesia colectiva y el europeísmo enfático. No se
trata únicamente de la caída del comunismo como doctrina y programa, sino de
algo más sutil y menos dogmático: de la devaluación de una específica idea de
la cultura como vanguardia crítica e impugnación, como riesgo y
problematización, y todo en favor de un nuevo pacto entre autores y público con
la imprescindible mediación empresarial. El desprestigio del radicalismo
político tuvo así su correlato en el desprestigio de la audacia propositiva
sobre todo en literatura, de modo que se confirmara la ilusión de verdad del Welfare State y sus idolatrados
consensos.
¿Cómo no relacionar ese declive de la cultura crítica en los ochenta con
la progresiva y cada vez más abierta aceptación por parte de muchos escritores
e intelectuales de las reglas del mercado y con la política de recompensas simbólicas
y materiales que empezaron a recibir por parte de instituciones de todo tipo?
El cambio de expectativas lectoras, potenciado por una industria cultural
creciente y sabrosa y por la crítica cómplice, se legitimó con la coartada
europeísta y generó una inflación de literatura con pretensiones posmodernas,
ávida de sumarse al tren de la Historia ganando lectores y no perdiéndolos con
textos problemáticos, amargos, indigestos o pesimistas. De Beltenebros, un crítico (y uno de los mejores) llegó a decir que
sería la novela policíaca que Borges hubiera escrito de haberse dedicado a la
novela. Y no hablemos de la fatuidad de inventos como la “Generación X”.
Se trató, en pocas palabras, de negar cualquier posible indicio de
decadencia cultural y practicar al mismo tiempo la más clara homología: si el
país y su economía progresaban, su literatura también debía hacerlo, y además
anunciarlo de la manera más orgullosa, porque en esa literatura la nueva
sociedad podía reconocerse a sí misma felizmente moderna y libre. Lo contrario
sería, en cierto modo, ir en contra de la nueva lógica democrática, al desajustar
la recién inaugurada y modélica sinergia entre ciudadanos libres, empresas,
poder político y escritores. En la zona de nadie, resistiendo, quedaron Vázquez
Montalbán, Juan Goytisolo y algunos pocos más (quizá algunos Soldados
Desconocidos a los que no he leído y que están enterrados en el subsuelo del
canon).
No quiero con ello decir, como hacen algunos casi siempre con seudónimo,
que no haya obras valiosas en la literatura española de la democracia. Lo que
siempre me ha preocupado es la tendencia centrípeta, homogeneizadora,
conformista en último término, que, entre otros muchos efectos negativos, ha
convertido la natural aspiración del escritor a la profesionalización en el
modelo más respaldado y glorificado de comportamiento literario; esa tendencia tiene
consecuencias evidentes sobre las que los críticos –mucho más que los lectores
convencionales-, deberían reflexionar, manteniendo siempre la actitud vigilante y
selectiva y conteniendo en la medida de lo posible la voracidad sin límites de las oligarquías, sean culturales o políticas o las dos cosas a la vez. Pero ese el gran déficit que seguimos arrastrando: no tanto la calidad de los textos en sí, como la pobreza del debate
sobre los valores literarios. Un debate que en otras décadas fue vigoroso e
incluso fanático, pero que en la España de la democracia ha sido esporádico,
superficial y, por qué no decirlo, cobarde.
(Un planteamiento más extenso sobre éstas y otras cuestiones cercanas, aquí.)
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