BUSCANDO RELATOS
Hastiado de textos académicos
superfluos (incluidos los míos) y desmotivado para enfrentarme a las novedades
del implacable mercado literario, he dedicado este verano a lecturas poco
solemnes y hasta cierto punto relajantes. Algunas de ellas, sin embargo, quizá
sean útiles a medio o largo plazo, ya que me han ayudado a documentarme para un
tema literario sobre el que hace años que vengo pensando posibles experimentos
novelísticos: el deporte. Más en concreto uno de ellos, el ciclismo.
Llevo tiempo convencido de que el
deporte es un yacimiento literario de primer orden para este siglo, dada su
importancia -merecida o no- en todos los órdenes menos el digamos “intelectual”
(a pesar de que ya en 1925 Ortega y Gasset relacionaba deporte y arte nuevo). Es
probable, con todo, que el reto más difícil hoy no sea seleccionar la historia
– ficticia o real-, sino encontrar la solución formal adecuada para el
tema. Se publica muchísimo hoy sobre deporte, desde luego, como sobre casi todo
lo existente y lo imaginable; de hecho, el propio ciclismo tiene ya algunos
excelentes cronistas, como Carlos Arribas, que es de lo mejor que queda en El país. Por otro lado, hay que recordar
que el boxeo o el billar han deparado ya cine memorable, y sin duda el fútbol,
el alpinismo o el ajedrez también han tenido o tienen sus prosistas de gala; pero
creo que sobre todo en lengua española el hueco para futuros aspirantes a Norman
Mailer –por poner un ejemplo- es amplio y tentador.
Quizá lo más curioso es que para
muchos aficionados al ciclismo como yo ese deporte vive una decadencia evidentísima,
que está socavando su propio prestigio simbólico, edificado en los años
cuarenta del siglo XX, en tiempos de recontrucción europea y ética del
sufrimiento. Su demacración actual no sólo se debe a la infamia Armstrong y a la
sospecha perenne del dopaje; el poder narrativo, casi folletinesco, del Tour -sobre
el que en su momento habló Barthes- está alicaído, y en ello influyen la
medicalización y la tecnificación –que, aun siendo legales, están reduciendo
las diferencias entre corredores y acabando con el sentido aristocrático de la
lucha-, y también un cierto conservadurismo táctico impuesto por los criterios
televisivos, que han cambiado muchos aspectos del ciclismo. Por no hablar de la
manifiesta incompetencia de la Unión Ciclista Internacional, similar a la de
otras organizaciones deportivas que viven en la impunidad de su hegemonía
caprichosa y mediocre.
En lo que llevamos de siglo, el
Tour de Francia, paradigma de la mitología ciclista, ha ofrecido pocos momentos
de interés digamos literario. Con Indurain aún hubo momentos de abismo y
pasión, y personajes memorables como el triste y a la vez elegante Gianni
Bugno, pero la generalización de sustancias dopantes y la corrupción del
sistema llevaron a consecuencias demasiado trágicas (Pantani, Vandenbroucke,
Jiménez) como para mantener la illusio
del juego. Desde entonces, el negocio se mantiene, sin duda, pero el potencial
semántico ha bajado notablemente. Nada es comparable a la voracidad de un Eddy
Merckx (salvo Michael Phelps o Michael Jordan), ni hay duelos como el de
Jacques Anquetil y Raymond Poulidor, que algún periodista redefinió hermosamente
como el duelo entre un ciclista gótico y uno románico.
La autobiografía de Laurent Fignon,
Éramos jóvenes e inconscientes (Tarragona,
Cultura Ciclista, 2013), informa bien sobre la que tal vez fue la última gran
época del Tour y en general del ciclismo. Fignon, fallecido con apenas
cincuenta años a causa de un cáncer (mejor no pensar mucho en eso…), muestra
una sensibilidad inusual en el gremio deportivo, que incluye una buena dosis de
autocrítica, además ejemplar en alguien que sabía que iba a morir pronto:
reconoce algún caso de dopaje, algún exceso absurdo con la cocaína y otros
detalles nada autocomplacientes. Pero hay una nobleza melancólica y digna en
sus recuerdos y yo diría que también hay un rechazo solapado y nada dogmático a
la abrumadora mercantilización de los nuevos tiempos. En lo que respecta a los
temas más oscuros, su argumento está muy claro y es convincente: el dopaje era
conocido por todos y practicado de vez en cuando como un código tácito, aunque su
alcance era limitado y pocas veces resultaba determinante de verdad, porque la
sistematización científica llegó después, en los años noventa, con las hormonas
y la EPO, que convertían a cualquier ciclista normal en una máquina y
desvirtuaban todos los resultados.
Los años óptimos de Fignon (1983-1989)
fueron también los de la internacionalización del Tour, que empezó a interesar
fuera de la Europa Occidental y sobre todo en el Gran Mercado del Mundo, los
Estados Unidos. Pero además en esos años la carrera consiguió improvisadamente
un nuevo guion atractivo que sumar a los ya históricos. El guion empieza con un
maestro y dos discípulos llenos de talento: el maestro, Bernard Hinault -orgulloso,
creativo, un admirable cincelador de aventuras en carretera-, se lesiona
gravemente por ser demasiado ambicioso en carrera, y los discípulos (Laurent
Fignon y Greg LeMond) se disputan el trono. La voluntad de dominio lleva al
maestro a regresar después de su lesión y Fignon le derrota por más de diez
minutos, de un modo especialmente doloroso. Pero el maestro no se rinde y al
año siguiente gana su quinto Tour después de separar a los rivales y llevarse a
uno de ellos a su lado; y, lo que es mejor aún, en el siguiente Tour se resiste
a dejar el poder a su heredero y compañero LeMond, hasta el punto de recurrir sin éxito a
inesperadas argucias en el límite de lo ético para lograr el sueño imposible
que nadie ha conseguido: el sexto Tour de Francia (gracias a Dios, a Armstrong
ya se lo quitaron).
Todo en el relato tiene bellas e
inesperadas simetrías: los discípulos también se lesionan gravemente (uno de
ellos, LeMond, casi muere en un tonto accidente de caza), pero vuelven
milagrosamente después de haber tocado fondo, y al final, con el maestro
retirado, se enfrentan en una última batalla (Tour de 1989) que se resuelve
sólo por ocho segundos, la menor diferencia de la historia de la competición.
Pero hay mucho más en esos años: al
propio Fignon le roban los italianos el Giro de Italia de 1984 con unas trampas
burdas y evidentes, aunque consigue vengarse en 1989, y aparecen personajes
secundarios capaces de lo más improbable, como el sospechoso Francesco Moser
que ganó ese Giro y que fue el emblema de toda una revolución tecnológica (las
ruedas lenticulares), o Bernard Tapie, ese Silvio Berlusconi francés que es el dueño del equipo de Hinault y LeMond y que acabó condenado por corrupción, o ese Pedro Delgado que llega tarde al inicio de la
carrera por un despiste y aun así acaba tercero en París después de empezar el
último y con mucho retraso la competición de 1989, o los equipos colombianos
que ponen la nota exótica y la cocaína, o un ciclista escocés que perdió en la
penúltima etapa una Vuelta ante el mismo Delgado y que por lo que parece ha
acabado cambiando de sexo.
Sin embargo, a pesar de lo bien que
creo conocer esa época y de la nostalgia por lo que supuso en mi educación
sentimental, dudo mucho que aquí esté el germen de una posible novela. Como
historia reveladora de miserias e inmundicia humana, sin duda la historia de
Armstrong es más intensa y por ello fue llevada al cine oportunamente por
Stephen Frears, aunque la fidelidad a los hechos probados judicialmente limita
demasiado la creatividad de la película (como sucede en casos como La red social). Hay alguna otra película
sobre ciclismo de cierto interés, como La
bici de Ghislain Lambert, de Philippe Harel, de tono más ligero y cómico. Y
en la literatura española, tenemos ya algunos ejemplos de tema ciclista, como
la novela Contrarreloj, de Eugenio
Fuentes, aunque confieso no haberla leído porque no me atrae su combinación de
ciclismo y género policiaco. Más interesante es el caso de Javier García
Sánchez, novelista curioso y autor de una monumental reciente novela sobre
Robespierre, sobre la que mi hermano acaba de hablar aquí de manera muy lúcida. García
Sánchez no sólo es autor de una biografía sobre Indurain, sino que en 2004
publicó El Alpe d’Huez, novela de
abrumadora erudición sobre el Tour y que narra en más de quinientas páginas un solo
día muy especial de la carrera, no basado en hechos reales pero protagonizado
por un trasunto bien disimulado de Pedro Delgado.
¿Qué es lo que falla en esa novela,
a pesar de su factura brillante y su minuciosidad descriptiva? Yo diría, en
pocas palabras, que a García Sánchez le gusta demasiado el Tour. Le gusta más que la propia literatura –quiero
decir, que la alquimia literaria de la creatividad-, lo que en cierto modo
desequilibra el texto: por decirlo en viejos términos jakobsonianos, lo
referencial se impone a lo poético. Es posible que ese sea el especial éxito de
las crónicas de Dino Buzzati sobre el Giro de Italia de 1949, traducidas al
castellano en fecha reciente (Gallo Nero, 2014). Buzzati, a diferencia de
García Sánchez, es un profano en el mundo del ciclismo y por ese motivo su
mirada no está automatizada ni es en absoluto previsible. El escritor italiano
comprende, sí, la seducción simbólica del mundo ciclista y asume sus patrones
narrativos (el duelo Coppi-Bartali, sobre todo), pero conserva una distancia
esencial que le permite que el centro de la obra no sea en sí el Giro, sino la
propia narración, que refulge por su propia fuerza retórica y su capacidad para
conectar la carrera con el mundo externo a ella: la Historia, en definitiva.
Pongo otro ejemplo de los problemas
específicos que supone el intento de tratamiento artístico del deporte. En La soledad de Anquetil (Barcelona,
Contra, 2017), Paul Fournel, discípulo de Raymond Queneau y miembro del famoso
OuLiPo, homenajea al corredor francés, el primero de los cuatro ganadores de
cinco Tours de Francia. La biografía de Fournel destila pasión ciclista, pero es
a la vez su propia autobiografía de juventud, y tiene pasajes muy ambiciosos en
los que construye monólogos ficcionales del propio Anquetil. Con esos
materiales y una innegable intuición por los misterios de la personalidad
humana, crea un retrato sugerente de la excepcionalidad del campeón francés, de
sus hazañas y caprichos, de sus errores y manías. Pero las contradicciones del
deportista en su trayectoria, no pocas veces fascinantes, palidecen
narrativamente ante una historia a la que el biógrafo dedica apenas un par de
páginas y que tiene lugar después de la retirada del campeón. La resumo como
puedo, porque ni siquiera es fácil de entender: Anquetil se casó con una mujer
que ya tenía dos hijos pero que no podía quedar embarazada otra vez. El ciclista,
ya retirado, quería tener hijos de su sangre e increíblemente (y al parecer, de
forma consensuada y pacífica) convenció a su hijastra para que se quedara
embarazada. De ese modo, Anquetil convivió durante años con su esposa, su
hijastra y la hija nacida de ésta, hasta que, como era de prever, la situación
se volvió insostenible.
No hace falta ser Tennesee Williams
para ver la sordidez de la historia, que Fournel, sin duda sobrepasado por su
adoración fanática al deportista y a sus proezas en competición, apenas esboza
ni juzga. Hay generosidad en esa decisión (y respeto a la memoria de los
muertos), pero ¿acaso no está en ese otro Anquetil el verdadero potencial
estético del personaje? ¿Acaso no radica ahí la clave psicológica y aun
sociológica que debería fundamentar la épica de los cinco Tours? ¿Cómo puede
ser que el novelista no vea que la gesta deportiva, a pesar de tanto oropel, es
poco más que una minucia o un mero prólogo en comparación con ese drama
doméstico? Se trata, en definitiva, de una cuestión de prioridades literarias;
de saber dónde conviene poner el foco, de cuál es la fuerza estética del
deporte más allá de sus propios rituales y sus símbolos, que son duda
atractivos pero que no poseen la proyección y el alcance cognoscitivo que
supuestamente atribuimos (al menos yo, que cada vez soy más pre-posmoderno) a
las exploraciones novelísticas.
Mi conclusión es, ahora mismo,
clarísima: la pasión por el deporte no garantiza los mejores resultados
literarios. Por eso, es posible que mi futura novela deba dedicarse a deportes
que no me interesan. Por ejemplo, el béisbol, que jamás he entendido. Pero como
tengo resabios del antiamericanismo hispánico y ataques periódicos de
descolonización cultural, me parece que buscaré otros deportes menos
imperiales. A ver qué encuentro en la Wikipedia sobre el curling. O sobre la lucha
canaria.